viernes, 26 de octubre de 2012

¿QUE SUCEDIO CON BABY JANE?: Relaciones truculentas


Dos hermanas que viven aferradas a sus glorias pasadas, un solitario y decadente caserón, actos macabros y una historia malsana que no es lo que parece. Y Bette Davis y Joan Crawford haciéndose daño en un ambiente opresivo y demencial. ¿Quién dijo que la sangre tira?

No era bonita, ni siquiera lucía un físico impactante, pero tenía una fuerte personalidad y un talento interpretativo fuera de lo común. Con su voz ronca, sus ojos saltones, sus ademanes imperiosos y esa boca tan carnosa como inquietante, marcó toda un época. Fue la gran excepción. Rompió el antiguo molde de las estrellas femeninas, le importaron un cuerno los requisitos formales más imprescindibles que imperaban por entonces en Hollywood (belleza física y glamour) y demostró que una gran actriz también podía reinar en un lugar donde las piernas contaban más que el talento. A su muerte dejó un legado impresionante: ochenta películas, diez nominaciones (marca únicamente superada por Katherine Hepburn) y dos Oscar. Se llamaba Bette Davis, y sin ella el cine no sería hoy lo que es. Como muy bien expresó Joseph L. Mankiewicz, en su tumba debería escribirse como epitafio: “Hizo siempre lo más difícil”.

Su estilo interpretativo estaba marcado por la desmesura. Daba la impresión de que no podía encarnar a una mujer como las otras, salvo con gran esfuerzo. Bette personificó en la pantalla el tipo de mujer fuerte, dominante, sin escrúpulos, incluso cruel. De ella se decía que “cuando es buena es maravillosa y cuando es mala, mejor”. Tenía, según la definieron en cierta ocasión, “los andares de una leona enjaulada, el instinto de una loba y la voracidad de una araña viuda negra”. Su talento para la histeria y su propensión al histrionismo la convirtieron en la más desalmada, destructiva y pasional de todas las malvadas que ha ofrecido el cine.

Pero, ¿era mejor, en efecto, Bette Davis cuando era mala que cuando era buena? Aquí caben opiniones para todos los gustos. Pero, lo cierto, es que sus personajes más memorables o eran absolutamente perversos (como la cruel Regina de La Loba o la viperina Leslie de La Carta) o tenían, cuanto menos, un barniz de maldad encantadora. ¿O es que era buena la inolvidable Margo Chaning de Eva al Desnudo? La cereza a su leyenda de “arpía del cine” la puso Baby Jane, el personaje más excesivo, enloquecido y vulnerable de todos. Un papel que surgió de la forma más sorprendente.

Todo empezó con un anuncio publicado en Variety. El texto decía lo siguiente: “Madre de tres hijos, divorciada, de nacionalidad americana, con treinta años de experiencia como actriz de cine, todavía ágil y más amable de lo que pretende el rumor público, busca empleo estable en Hollywood. Conoce ya Broadway. Inmejorables referencias. Firmado: Bette Davis”. Y lo más increíble de todo es que no se trataba de una broma. A un espectador de hoy le podrá sorprender la información, pero el caso es que a finales de los cincuenta Bette Davis era una estrella en situación de caída libre. Nadie parecía estar interesado en ella. Ni sus dos Oscar, ni sus innumerables lecciones interpretativas, ni su condición de reina del cine, eran argumentos suficientes para que los productores le ofrecieran un papel digno de su talento. Y así llegamos a su famoso anuncio solicitando trabajo. Y a Robert Aldrich. Y a su última gran película.

El director, a quien un sector de la crítica francesa había calificado como “el símbolo del cine norteamericano de posguerra”, remedió la situación ofreciendo a la actriz uno de los papeles protagonistas de What ever happened to Baby Jane? (¿Qué sucedió con Baby Jane?), un film de exiguo presupuesto, con pocos decorados y escasos personajes. Aldrich era un cineasta de reconocido talento, un excelente narrador y, sobre todo, un productor muy astuto. Apenas leyó la novela de Henry Farrell reconoció el inmenso potencial del tema y, como no quería intromisiones en su labor, decidió producir la película con su propia compañía, Associates &  Aldrich, fundada para asegurarse su independencia.

Aldrich contrató al guionista Lukas Heller para realizar la adaptación cinematográfica y tuvo la genial idea de enfrentar a Bette Davis con otro monstruo sagrado en declive, ni más ni menos que Joan Crawford. Pese a su legendaria rivalidad, las dos actrices no dudaron en reunirse ante la cruel mirada del director para encarnar a dos singulares hermanas que se dedican a torturarse mutuamente. Tan deseosa estaba Bette de hacerse con el papel, que incluso aceptó firmar un contrato irrisorio (25 mil dólares) a cambio de cobrar un porcentaje en los beneficios de taquilla. Un riesgo que le proporcionó la nada despreciable suma de un millón de dólares.

Amores que matan

La acción del film giraba en torno a la truculenta relación que mantienen dos hermanas que viven aferradas al recuerdo de su glorioso pasado en el mundo del espectáculo. Baby Jane es una vieja arpía alcohólica y trastornada, todo lo contrario que Blanche, una inválida relativamente bien educada y confinada a una silla de ruedas. Ambas fueron actrices -la primera una estrella infantil del teatro; la segunda, una destacada actriz cinematográfica-, y ambas vieron truncadas sus carreras -la primera al envejecer; la segunda por un accidente-. Ahora viven aisladas del mundo en un solitario caserón. Cuando Jane descubre que su hermana, a quien cree paralítica por su culpa, pretende vender la casa y recluirla en un sanatorio, comienza a torturarla con actos macabros, encerrándola en su habitación, ocultándole cartas de sus admiradores y hasta colocando una rata en su bandeja de comida. Pero, como no todo es lo que aparenta, a la larga se verá quién castiga más a quién.

La película añadía al género de terror una despiadada exhibición de la decadencia que transforma en seres espectrales a grandes divas del Hollywood de antaño. Aldrich tenía en sus manos una bomba de tiempo: dos actrices que sufrían en carne propia la vejez y el olvido. Afortunadamente, el director supo controlar con sabiduría a las dos estrellas, que no se llevaban excesivamente bien ni dentro de la película ni fuera de ella, y la sangre no llegó al río. Pero no pudo evitar que en algunos momentos saltaran chispas.

La película fue uno de los mayores éxitos del año y relanzó las carreras de ambas estrellas, que encontraron en el nuevo ciclo de cine de terror que se avecinaba un campo abonado para sus morbosos excesos histriónicos, tan certera y oportunamente recuperados por Aldrich. Bette Davis obtuvo su décima nominación para el Oscar, pero, aunque se presentaba como una de las grandes favoritas, fue derrotada en la recta final por Anne Bancroft. No obtener esa tercera estatuilla llegaría a ser una de las grandes decepciones de su vida.

Ejemplo de un cine lleno de recursos inteligentes, dispuestos y utilizados con rigor dramático y excelente técnica, What ever happened to Baby Jane? es un sórdido relato -a medio camino entre el melodrama y el relato de suspenso con derivaciones hacia el terror- filmado en un decorado vetusto y poblado de fantasmas interiores. Manejando con esmero y madurez los golpes de efecto, las figuras casi caricaturescas y las imágenes chirriantes, Aldrich devolvió al cine de terror el esplendor de tiempos pasados y reivindicó un género normalmente condenado a los bajos presupuestos y al consumo exclusivo de un público juvenil. El director jugó con habilidad con la decadencia de las dos actrices, identificando en la mente del público a los personajes. Y de esta manera, sin vacilar ante los efectos más gruesos y haciendo gala de una eficaz crueldad, el film acaba por convertirse en una desasosegadora reflexión sobre el mundo del espectáculo.

Por supuesto, para llevar el proyecto a buen puerto no se necesitaba de cualquier actor: sólo quien domina a la perfección el arte de la interpretación puede, vulnerando sus propios límites, caer en el exceso sin resultar patético. Convertida en una especie de Boris Karloff con faldas por un maquillaje grotesco, decrépita y reducida a una caricatura de sí misma, Bette Davis bordó con hilo de seda su personaje y demostró, cuando su carrera parecía acabada, que aún le sobraba talento para resucitar de sus propias cenizas. Su antigua rival en la Warner, Joan Crawford, elevó el duelo interpretativo a los límites de lo sublime. Transformada en su propio fantasma, la inolvidable protagonista de Johnny Guitar ofreció al público el reflejo, a veces aterrador, de su antiguo glamour. Fue la suya una interpretación de las que rompen el molde, un estremecedor trabajo en el que sólo utilizó la voz y la expresión de sus inmensos ojos, en los que podía leerse la angustia y el miedo.

De lo dicho se deduce que estamos ante una película de actrices, aunque hay un tercer personaje que media entre las dos mujeres. El nombre de este actor, Víctor Buono, sonará únicamente a un reducido grupo de cinéfilos. Buono realizó en esta cinta un sorprendente debut que le valdría la candidatura al Oscar al mejor actor secundario. Su insólita presencia, su estatura y su enorme peso le encasillaron después en papeles de malvado y duro. Lástima que la escasez de personajes realmente interesantes y su prematura muerte le impidieran adquirir el relieve que merecía su lunática personalidad.

La elección de Bette Davis y Joan Crawford se mostró como el mayor acierto del film. Es evidente que sin ellas no existiría, pero también es cierto que Aldrich supo darle un carácter muy especial. Dirigió con mano maestra a los actores, acentuó sus peculiares rasgos físicos y obtuvo, con su blanco y negro muy contrastado, una película excepcional que siempre se deja saborear con gusto, sobre todo por las geniales y delirantes interpretaciones de dos grandes damas de la pantalla. Estrellas hasta el último suspiro, mujeres indomables, soberbias actrices aún cuando aparecieran en la pantalla como seres grotescos.

What ever happened to Baby Jane? es el retrato más acabado de la resistencia tosuda que se puede poner contra el inexorable paso de los años; es el retrato de quien quisiera congelar la propia vida y reducirla a un periodo de la misma en que se fue grande, reconocido y bello.

sábado, 20 de octubre de 2012

Desesperadamente buscando a Drácula


Mucho antes de Coppola, incluso antes de que Bram Stoker lo convirtiera en marca registrada del terror, la figura del vampiro que no muere ya aleteaba poderosa por las frías noches europeas. Lo que sigue, historia e historias de aquel que inspiró una de las novelas más famosas de todos los tiempos: el príncipe Vlad Tepes, que está bien y vive en Rumania.

Cualquiera que vea la versión cinematográfica de Drácula, interpretada por Bela Lugosi en 1931, se pregunta si la historia tiene una base real. Ciertos indicios que surgen de la cinta obligan a que uno comience con la búsqueda del vampiro. Para empezar, la película sitúa el hogar del conde en Transilvania, una región que no fue inventada por ningún guionista de Hollywood: Transilvania existía y existe. Hoy en día forma parte de la Rumania moderna, y al igual que los Estados Unidos están compuestos por cincuenta estados, Rumania está compuesta por Transilvania, Valaquia y Moldavia. Los pueblos de Klausenberg y Bistritsa, ambos mencionados en la novela, también existen en la realidad.

Las referencias históricas de la novela pueden rastrearse hasta un auténtico manuscrito del siglo XV que se encontraba en los archivos de San Petesburgo y que hacía referencia a un gobernante rumano llamado Drácula y que describía sus atrocidades, pero la gran mayoría de los eruditos opinaban que era una simple novela histórica, una mezcla de hechos y ficciones. Pero con los años pudo comprobarse la veracidad de ese viejo escrito y la historia de Vlad Tepes salió finalmente a la luz. En Rumania, el príncipe Vlad es más conocido por su apodo: “el empalador”, que se había ganado por su gran afición a ese método de ejecución. El empalamiento es un arte perdido, por lo que se impone una breve explicación.

Empalar a alguien significa básicamente que lo atravesás con una estaca convirtiéndolo en algo parecido a un gran chupetín humano. Hay muchas formas de hacerlo, como clavar la estaca en el pecho o, incluso, introducirla en la boca, pero el método clásico -el preferido por Vlad- era colocar a la víctima en el suelo con las piernas extendidas al máximo y atar un caballo a cada pie. Después se preparaba una gigantesca estaca o poste lo bastante sólido como para sostener a un ser humano. Era aconsejable que la estaca tuviese la punta redondeada, pero no puntiaguda porque de lo contrario la víctima moriría rápidamente. La estaca ideal también debería estar untada de aceite para que pudiera ser insertada fácilmente en el ano de la víctima.

Los caballos avanzaban lentamente mientras se iba insertando la estaca, y en cuanto ésta había quedado asegurada dentro del cuerpo se cortaban las cuerdas que unían los pies a los caballos. Después de esto, el infortunado ser humano era levantado junto con la estaca y se iba hundiendo gradualmente en ella muriendo poco a poco. No cabe duda de que existen métodos más rápidos y sencillos de matar a alguien, pero el empalamiento -igual que la crucifixión- tenía un propósito secundario antes de provocar la muerte: proporcionaba un ejemplo duradero de lo que le podía ocurrir al desobediente, dando un motivo de reflexión a los que seguían con vida. No hace falta aclarar que en tiempos de Vlad, la ley y el orden reinaban en todo el país.

Sighisoara. Casa donde nació Vlad Tepes
Hay una clara conexión histórica entre Drácula y Transilvania. Vlad Tepes nació allí en 1431 en el pueblo de Sighisoara y, aunque posteriormente gobernaría el sur de Rumania, Drácula mantuvo intacta su relación y contactos con los pueblos transilvanos durante toda su vida hasta 1476, año en el que murió. Vlad firmó como “Drácula” en forma muy clara y legible dos manuscritos entregados a los ciudadanos del pueblo de Sibiu en Transilvania.

El nombre “Drácula” tiene sus orígenes en la Orden del Dragón, que fue conferida al padre de Vlad por Segismundo, el Sacro Emperador Romano, en el castillo de Nuremberg en 1431. El padre de Vlad acabó siendo conocido como “Dracul”, y su hijo se sentía tan orgulloso del codiciado honor conferido a su padre que se proclamó a sí mismo “Drácula”, que significa “Hijo de quien poseía la Orden del Dragón”. Pero “Dracul” también es uno de los nombres de Satanás en rumano, y posteriormente Vlad sería considerado “el hijo del Diablo”. La insignia de la Orden era el dragón o la serpiente alada, que también es un símbolo muy usado para representar al diablo tanto en el folklore como en el arte rumano.

La Orden no era maligna, pero cuando el padre de Vlad volvió a Rumania después de haber estado en Oriente llevando el símbolo del Dragón sobre su capa y su escudo, los campesinos creyeron que había vendido su alma al Diablo, motivo por el cual el padre de Drácula es conocido en la historia rumana como Vlad el Diablo.

Mucho antes de que naciera Stoker, el Drácula histórico fue protagonista de historias de terror que se convirtieron en auténticos clásicos de su época. Cuentan que en una ocasión, unos embajadores extranjeros fueron a visitarle y no se quitaron el sombrero delante de él. "¿Por qué me habéis deshonrado así? -les reprochó el príncipe Vlad.- Nadie puede llevar la cabeza cubierta en mi presencia."  "Señor -replicaron entonces los embajadores-, es nuestra costumbre no descubrirnos nunca delante de nadie, sea quien sea." "Muy bien -respondió Drácula-. Sed valientes. Deseo reforzar la fe que tenéis en vuestras costumbres." Y mandó a llamar a sus esbirros y les ordenó que les unieran los sombreros a la cabeza con clavos. "Volved a vuestro hogar -les gritó después-, y decid a vuestro señor que hace bien protegiendo las costumbres de su tierra, pero que cuando me envíe embajadores será mejor que se dobleguen a mis costumbres."

A veces, Drácula demostraba poseer un sentido del humor bastante negro. Un noble que estaba cenando con él entre sus víctimas empaladas no podía soportar el olor de los cuerpos en descomposición, y se tapó la nariz con la mano. El príncipe Vlad se percató de esa imperdonable falta de educación y le preguntó por qué se tapaba la nariz, a lo que el noble respondió que porque no podía soportar la pestilencia de los cadáveres putrefactos. "Muy bien -replicó Drácula-, voy a resolver tu problema." Mandó traer una estaca muy alta y ordenó que empalaran a su invitado en ella, con lo que el hombre clavado en la estaca quedó muy por encima de las otras víctimas. "¡Ya está! -le gritó Drácula-. Ahora estás suspendido entre las brisas más frescas y limpias, y ya no tienes que soportar la pestilencia de estos cadáveres que se pudren aquí abajo."

Transilvania. Castillo de Bran.
El famoso "Castillo de Drácula"
En otra ocasión, Drácula mandó colocar una hermosa copa de oro en un sitio muy visible junto a un arroyo de agua fresca, y muchas personas la usaron para beber en ella. Cada persona devolvió la copa a su sitio en forma inmediata después de beber: nadie se atrevió a robarla porque sabían que el príncipe haría empalar al ladrón. Fue un acérrimo defensor de la ley y el orden y durante su reinado nadie osaba robar, porque fuera cual fuese su importancia, Drácula castigaba todos los delitos con la pena de empalamiento. Su razonamiento era que si se permitía que los pequeños delitos quedaran impunes la gente poco a poco se iría animando a cometer crímenes más serios.

Drácula no quería tener a su lado ningún heredero en potencia que pudiera desafiar su poder absoluto. En una ocasión en que se encontraba de muy mal humor, su amante cometió la imprudencia de creer que podría levantar su ánimo diciéndole que estaba embarazada, dando por sentado que Vlad se alegraría de oír esa buena noticia. El problema para la pobre muchacha fue que Drácula no se alegró. "No puede ser", le dijo a la joven. Luego tomó un cuchillo y le abrió un tajo del vientre a la garganta para convencerse por sí mismo.

La infancia de Vlad Tepes fue muy difícil, lo cual quizá sea una de las claves de su conducta posterior. Fue educado como cristiano en Transilvania, pero su padre le dejó como rehén entre los turcos cuando sólo tenía trece años, y de repente el joven se encontró rodeado de personas cuyo lenguaje y religión no comprendía. El padre y la madre de Drácula volvieron a casa dejando abandonado al chico en Turquía, y el sultán le retuvo allí como una especie de seguro humano que garantizaba que el padre del chico no lo atacaría. Drácula fue encerrado en el castillo de Egrigoz, una fortaleza que se encontraba a gran altura en las inaccesibles montañas del Asia Menor.

Drácula estuvo prisionero allí desde 1444 hasta 1448, cuando le llegó la horrible noticia de que su padre había violado la promesa hecha al sultán y había declarado la guerra a los turcos,... siendo plenamente consciente  de que obrando así pondría en peligro la vida de su hijo. Esta terrible traición debió enseñar a Drácula que la vida no vale gran cosa. Por suerte para él -pero no gracias a su padre-, el sultán decidió no replicar matando al joven Vlad, y siguió utilizándolo como peón en sus planes y negociaciones diplomáticas.

Busto de Vlad en Sighisoara
Vlad Tepes consiguió hacerse con el poder en el sur de Rumania gracias al apoyo de los turcos en 1456 y gobernó hasta 1462, un reinado relativamente breve. Pero en ese tiempo se las arregló para matar a unas cien mil personas. Considerando que toda la población del reino sólo ascendía a quinientas mil personas, no cabe duda de que Vlad fue uno de los peores asesinos de masas de toda la historia. Pero Drácula encabezó una cruzada contra los turcos durante esos seis años de reinado, y eso hizo que muchos de sus crímenes fueran disculpados. Algunos decían que era cruel porque la época también era cruel, e incluso el papa Pío II le admiró, apoyándolo por considerar que era un gran guerrero que luchaba contra los infieles turcos.

Durante una batalla contra los turcos que tuvo lugar a fines de 1476, cuando combatía para el rey húngaro Matías, Drácula se puso el uniforme de un soldado turco para inspeccionar mejor el campo de batalla. Para su pesar, se encontró con unos cuantos soldados húngaros que no le reconocieron y lo mataron. Después le cortaron la cabeza y se la entregaron a los turcos como trofeo de victoria, porque éstos seguían teniendo un miedo terrible al hombre a quien llamaban el “Príncipe Empalador”. El sultán exhibió la cabeza de Drácula en las murallas del castillo Topkapi de Estambul, pero el folklore rumano afirma que Drácula no llegó a morir y que volverá a gobernar el país en tiempos de gran necesidad.

La leyenda del Drácula histórico fue muy popular a fines del siglo XV y durante el XVI, pero después cayó en el olvido hasta el siglo XIX. Fue entonces cuando Bram Stoker decidió resucitar al príncipe rumano convirtiéndolo en el conde Drácula vampírico. La novela hace referencias históricas a la campaña militar contra los turcos emprendida por Vlad Tepes, su decisión de seguir luchando hasta el fin, la traición de quienes le rodeaban, etc., pero la mayoría de los lectores no eran conscientes de que fuesen hechos reales.

Tumba de Vlad en Snagov, Rumania
La ironía está en que Stoker no inventó ninguna de esas referencias, y en cuanto al folklore vampírico del libro, Stoker lo desarrolló basándose en The Land Beyond the Forest, un estudio antropológico de Emily Gerard. La única auténtica invención de Stoker fue relacionar al Drácula histórico con el folklore rumano.

Y si la asimilación de Vlad Tepes al mito del vampiro no se produjo siglos antes de que la novela viera la luz, se debe sobre todo a la forma en que el príncipe terminó sus días: un vampiro sin cabeza es impensable en Rumania y en cualquier otra parte del mundo.

miércoles, 10 de octubre de 2012

LOS 70 AÑOS DE CASABLANCA: Todos vienen a ver a Rick


Un beso es sólo un beso pero Casablanca no es sólo una película. Casablanca es un artefacto cultural complejísimo, un perfecto ejemplo de las contradicciones del corazón. Acaso por eso existe el crítico que “habla bien” de la película, el que la considera una obra mediocre –o al menos discutible– y no falta tampoco el que cuestione el film como mito y como película. Yo aspiro que al terminar la lectura de esta nota (y, ¿por qué no?, después de volver a ver el film) cada lector pueda encontrar sus propias respuestas a preguntas que siguen dando vueltas: ¿Fue “inflada” Casablanca? ¿Es un invento de la maquinaria de Hollywood? ¿Es una obra de arte?
Pasen y busquen una mesa. Todos vienen al Rick’s.

Casablanca, el film dirigido por Michael Curtiz, se ha transformado con los años en la película mítica de toda la carrera de Humphrey Bogart y, para muchos, entre quienes me incluyo, en uno de los films emblemáticos de toda la historia del Cine. Presentada pocas semanas después del desembarco aliado en el norte de Africa durante la Segunda Guerra Mundial (lo que constituyó una feliz coincidencia para los distribuidores) Casablanca capitalizó la mística asociada con esa campaña. Fue uno de los más interesantes films de la época de la guerra y la síntesis de una película con lenguaje rudo pero impregnado a la vez de sentimentalismo y ocupa un lugar preponderante entre las grandes películas del género.

Casablanca fue también una cinta romántica, llena de escenas discutidas pero memorables como la que tenía lugar en el café de Rick, cuando los refugiados y los franceses se ponían de pie y cantaban "La Marsellesa", elevando sus voces sobre la de los soldados alemanes que habían empezado a entonar el himno nazi.

Hoy sabemos que la forma final de Casablanca debe más al azar y a la improvisación que a la previsión de sus responsables; que la armonía de la pareja Bogart-Bergman sólo existía en la pantalla (en este sentido, no falta quien sostiene que Humphrey dejó marchar muy a gusto a su chica en el avión); se sabe que nadie tenía idea –el último día de rodaje– de cómo iba a terminar la película y se saben otras cositas por el estilo. Pero Casablanca es un mito en casi todo el mundo.

El lugar común

De París a Marsella, de Marsella a Orán, de Orán a Casablanca y de la mítica ciudad a Lisboa, antesala del nuevo mundo: América. Este fue el recorrido que hicieron muchos europeos y americanos cuando las tropas hitlerianas entraron en la capital francesa... Buscaban el paso libre hacia la siempre bien publicitada tierra de promisión, en este caso convertida, no por mucho tiempo, en refugio neutral para los fugados de la guerra continental. Pero no todos llegaban a Lisboa, desde donde se fletaban los aviones hacia Estados Unidos.

Muchos quedaron, por tiempo indefinido, suspendidos entre las callejuelas, hoteles, plazas, bares y cafés de Casablanca, una ciudad que gracias a la Warner (productora), Julius J. y Philip G. Epstein y Howard Koch (guionistas), Max Steiner (músico), Michael Curtiz (director) y los actores que todos nos sabemos de memoria, se convertiría en punto de referencia obligado para los viajeros de la cinefilia ortodoxa.

Casablanca no es la obra de un director en especial, sino el fruto de esa añorada política de estudio que generó más de una obra maestra en los años cuarenta y cincuenta. Casablanca es un film Warner. Con sus defectos (unos cuantos) y sus sólidas virtudes. Y para mencionar algunos de los defectos, hay que comenzar aclarando que Casablanca es uno de los productos menos sutiles de los muchos que rodó el húngaro Curtiz en Hollywood. El estereotipo, el lugar común y la reiteración de conceptos afloran desde las primeras secuencias.

Bogart, alias Rick, es un sentimental y un romántico que esconde su amargura bajo una capa de cinismo y dureza. Pues bien, ese atributo esencial del héroe de Casablanca se repite una y otra vez hasta la auténtica saciedad, por si no quedara claro ya desde su primera aparición. Nacionalidad: borracho. Antecedentes para el postulado romántico: llevó rifles a Etiopía en 1935, luchó en España con el bando republicano en 1936 y está considerado como un sujeto peligroso en los archivos de la Gestapo.

Otro aspecto que patina en la historia es que el actual escepticismo de Rick sea fruto de un desengaño amoroso, aunque éste provenga del plantón que le hizo la bella Ingrid Bergman en la estación de París, sin tiempo ni coraje para contarle la verdad. La verdad, y valga la redundancia, es que antes de su affaire sentimental y parisino Rick ya era un personaje curtido en mil guerras y aventuras amorosas. Cuesta un poco creerle ahora refugiado en Casablanca, solitario, amargado y medio etílico, a causa de un amor que se esfumó.

Dejo para el final otra gran laguna: el diálogo entre Víctor Laszlo y el comandante Strasser cuando éste pretende canjearle el visado para viajar a los Estados Unidos a cambio de que el primero le de los nombres de los jefes de la resistencia en toda Europa. Es un diálogo ingenuo y gratuito (si Laszlo no habló cuando era torturado en los campos de concentración nazi, ¿por qué lo haría ahora?), simple pretexto para un altisonante discurso patriótico.

Los límites del mito

Las siete décadas que se conmemoran de Casablanca son en realidad cuarenta. En efecto, para rastrear el nacimiento de Casablanca como mito no hay que remontarse a la fecha de su rodaje, ni a la de su estreno, ni a la de la concesión de feas estatuillas por parte de la industria de Hollywood, ni siquiera a la de su reposición a nivel mundial –en 1966– cuando se inició un tibio proceso de reconocimiento cinéfilo hacia el film, sino a 1972, año en que Woody Allen mató, como suele decirse, dos pájaros de un tiro con su película Play it again, Sam que en Argentina conocimos como Sueños de seductor, comedia cinéfila en bogartcolor y casablancavisión. Allen convirtió a Humphrey Bogart en objeto de culto para la ya desaparecida progresía de aquella época y, de paso, hizo lo mismo con su propia persona, abonando el terreno para poner inmediatamente en marcha su "operación prestigio".

Para asemejarse a todo mito que se precie, se ha hecho que Casablanca parezca esconder algunos secretos, que ostente puntos oscuros en su pasado, haciendo luego una buena publicidad de esos mismos secretos. Entonces, se especula sobre lo que sucedió desde que concluyó su rodaje hasta el momento de su estreno, acaecido muchos meses después; se difunde que nadie creía en el film y que el guión se iba escribiendo día a día de acuerdo con los humores del rodaje; se asegura que nadie sabía cómo acabar la película, si empujando a Ingrid Bergman fuera de Casablanca junto con Paul Henreid o haciéndola marchar entre los brazos de su galán, Humphrey Bogart; se comenta que Ingrid y ‘Boogey’ se llevaban mal durante la filmación...

Algunas de estas cuestiones se comprobaron como ciertas, pero para que sean eficaces como impulsoras del mito es preciso contar previamente con jugar fuerte la carta de la ingenuidad del espectador y con la de la provocada complicidad del secreto develado, silenciando el hecho de que el mecanismo narrativo hollywoodense no podía auspiciar otro final que el subrayado de un romanticismo peliculero. Porque la muerte del personaje de Paul Henreid habría facilitado la situación para Bogart e Ingrid Bergman, pero los habría vulgarizado en la memoria: se llora más con la separación, impresiona más una renuncia.

Tócala para mí, Sam

Es difícil saber en que medida la leyenda renovada de Casablanca se debe a la extensa cobertura mediática que la ha convertido en película-fascículo, en símbolo privilegiado del esplendor del sistema del cine americano clásico. Pero, aún así, se hace necesario rescatarla de los que toman el nombre de Hollywood en vano: pocos ejemplos mejores se encontrarán que esta película.

Casablanca sería, de hecho, la primera película de culto. Cumple con todos los requisitos de esta moderna noción: "As time goes by", una canción de referencia; unos diálogos famosos que se pueden memorizar; hermosos perdedores y su condición de serie B, que le hizo eludir las limitaciones del cine A, más vigilado por la oficina principal del estudio.

¿Qué es lo que tiene Casablanca para que todos queramos volver al local de Rick? La teoría del cult movie estipula un cierto desplazamiento, de la pantalla a la sala, en los procesos de identificación: el espectador se reconoce a través del film que ha elegido ver. Esto vale para las cintas de culto minoritario, también para ésta de culto mayoritario, incluyendo en la ecuación la influencia mediática mencionada más arriba.

Lo que ven los seguidores de Casablanca es un sueño de Hollywood atípico. Con una pareja central, esa Ingrid Bergman bellísima y ese Bogart un tanto cascado (esta película y El Halcón Maltés definieron un mismo personaje irresistible, fijado ya a la imagen del actor), cuya mutua actitud de apego y escarnio, sacrificio y nostalgia por el ido esplendor en la hierba de los Campos Eliseos, viene a proponer un atractivo modelo de romanticismo. Este se vuelve cada vez más efectivo: la gente que llega al bar de Rick hoy en día –en que la expresión directa de la emoción ha desaparecido del cine– tiene más motivos para engancharse que quienes vieron la película en su época.

El hecho –cada vez más publicitado– de que se escribiera el guión día a día, sin que se supiera por cuál de los dos hombres se iba a decidir la incandescente Ingrid, da a muchas escenas una frescura e imprevisibilidad justamente celebradas, y se corresponde bien con el ambiente precario, sin certezas absolutas, en el que tiene lugar la acción... y con el que había en el mundo en el año 1942. En este sentido, la película está en plena sintonía con su momento histórico, revelándose así inesperadamente realista. Una construcción no predeterminada en una película alejada en todo del ámbito del cine abierto, directo o "improvisado", vuelve a permitirnos aislar el "efecto Hollywood", afrontar la fascinación de la pura maquinaria del espectáculo en acción.

Casablanca es –quizá junto con el Xanadú de El Ciudadano– el único lugar en el cine al que se puede volver una y otra vez con confianza y sin temor de ser desilusionados. Casablanca es siempre superior al recuerdo de Casablanca y sus blancos y negros producen la más disfrutable de las psicosis: el que uno sepa exactamente lo que va a suceder no impide la sorpresa incrédula de la primera vez.

Umberto Eco ha escrito que los creadores de Casablanca mezclaron un poco de todo, utilizando ingredientes escogidos de un repertorio que había aguantado el paso del tiempo: "Dos clichés nos hacen reír, pero cien nos conmueven, porque percibimos oscuramente que los clichés están hablando entre sí, como si celebraran una reunión".

Casablanca, como se hace evidente al verla y volverla a ver, inventó sus propios clichés sobre la marcha. Casi todo en ella (al menos las escenas que recordamos, que es a lo que se reduce al fin y al cabo) es tan redondo que se convierte en una letanía, un ritual, una cita instantánea. "A kiss is just a kiss...".

Ficha Técnica

Título original: Casablanca (USA - 1942) Duración: 102’.
Director: Michael Curtiz. Productor: Hal B. Wallis.
Producción: First National Pictures para Warner Bros.
Guión: Julius J. Epstein, Philip G. Epstein y Howard Koch, según la obra teatral
de Murray Burnett y Joan Allison.
Fotografía: Arthur Edeson. Dirección artística: Carl J. Weyl.
Música: Max Steiner, arreglada por Hugo Friedhofer. Montaje: Owen Marks.
Intérpretes: Humphrey Bogart (Rick), Ingrid Bergman (Ilsa Laszlo), Paul Henreid (Victor Laszlo), Claude Rains (Capitán Louis Renault), Conrad Veidt (Mayor Strasser), Sydney Greenstreet (Sr. Ferrari), Peter Lorre (Ugarte), S. Z. Sakall (Carl), Madeleine Le Beau (Yvonne), Dooley Wilson (Sam), Leonid Knskey (Sacha), John Qualen (Berger) y Joy Page (Annina).