viernes, 17 de octubre de 2014

Coleccionismo: A la caza del tesoro perdido

Discos de pasta o vinilo con las voces de Gardel o Mick Jagger, revistas «Caras y Caretas», figuritas de jugadores de fútbol, autitos y hasta lápices. Cualquier cosa tiene cabida en el alma (y en los estantes) de un coleccionista. Una raza que, sorteando las crisis económicas con envidiable pericia, se niega a desaparecer.

A una edad imprecisa, pero que casi siempre coincide con el colegio secundario, cierta clase de humanos se pregunta: ¿qué estoy haciendo aquí? En principio, esa pregunta se circunscribe al entorno (escolar, casi siempre): ¿qué estoy haciendo aquí, escuchando cuántas ramificaciones tiene el río Pilcomayo? Y no pasa mucho antes de que la misma persona se pregunte: ¿qué estoy haciendo aquí en la vida? Puede que esa persona nunca encuentre la respuesta, pero descubrirá que a esa vida puede administrarle placeres, amores, victorias, luchas y –por qué no– una colección de cualquier cosa. Víctor González, psicólogo y coleccionista de revistas de comics, dijo una vez que «en una colección, el ser humano hallará un porcentaje del sentido de la vida. Y los objetos que colecciona, que no lo alimentan, que no lo abrigan, que no le son útiles, le brindan lo que ninguna persona ni situación: el sentimiento de pertenencia absoluta».

Muchos de los coleccionistas con los que hablé sostienen que el espacio que viene a llenar en el hombre una colección puede comenzar por ser afectivo. Parece ser que en la adolescencia, cuando no tenés pareja, la colección ocupa el lugar de algo que te acompaña (dicho esto sin el menor menosprecio por el sexo femenino, of course). Pero la prueba de fuego es cuando se consigue pareja: si continuás coleccionando es porque sos un coleccionista de verdad. Aunque tu mujer (o marido, madre, amigo o hermana) te mire con cara de «pobrecito, ¿no?» y piense que sos poseedor de una regresión infantil en grado avanzado.

La vida por Supergirl

Del mismo modo que existen fanáticos que pueden transformar cualquier cosa –desde clavos a caracoles– en el objeto de sus desvelos, no es menos cierto que existen objetos muñidos de propiedades para transformar a ciertos hombres en fanáticos. En ese sentido, las revistas de historietas (los queridos comics) parecen radiactivas. En un escrito autobiográfico, Ray Bradbury comentaba haber abandonado su completa colección de un superhéroe de historietas cuando cursaba el séptimo grado y evitar así que el grueso de sus compañeritos lo tachara de infantil. Años después, ya adulto, recuperó íntegra su colección.

Para la gran mayoría de los coleccionistas con los que he tratado a lo largo de tantos años, parece ser que la vida del coleccionista se divide en dos etapas. La primera comienza desde tiempo inmemorial y se corta a los doce años. Y recién reencontrás el interés entre los 18 y los 22 años, cuando ya perdés toda pretensión de que pueda haber una forma normal de vivir.

Pero el caso más extraordinario es el de un amigo mío –que ya pasó los 50–, que realizó un periplo casi calcado al de Bradbury. «Dejé de coleccionar a los 13 años. Tenía todas las de Superman, Batman, etc., pero comencé a sentir que la colección se contradecía con esa bendita pregunta de ‘¿qué querés ser cuando seas grande?’ Así que terminé regalando todas las revistas a una iglesia. No es que fueran sagradas, pero casi… No quería venderlas y me pareció que le podían servir a otra gente». Un domingo, ocho años después de haber dejado sus historietas en la iglesia, este amigo iba caminando con su padre por el Parque Rivadavia y vio una revista que anunciaba en su tapa la muerte de Supergirl. «¡Me volví loco! ¿Cómo me iban a matar a Supergirl? Que yo la regalara, pase. ¡Pero que la mataran! La compré para enterarme y, desde entonces hasta hoy, no pude ni quiero parar de comprarlas».

De todo, como en botica

Cuando se dice que hay coleccionistas para todo se sabe de lo que se habla. Y así, coleccionistas de historietas, de discos, de estampillas, de latas, de figuritas, coinciden en inventar valores propios, sin posibilidad de cambio en otro mundo que no sea el suyo. La más rara lata de gaseosa puede no valer un céntimo para un numismático y la marquilla de cigarrillos más preciada por un obsesivo adolescente de Morón puede ser arrojada sin reparos a un canasto de basura en Estambul por un ciudadano que no siente el menor respeto por los envases de cartón. Y si los tesoros le plantean al grueso de la humanidad problemas cuantitativos (largos viajes, exhaustivas búsquedas, poderosas inversiones), el coleccionista realiza la tarea de decidir por él mismo qué es un tesoro y responder así la gran pregunta: ¿a qué consideramos un tesoro?

Particularmente, pienso que el coleccionismo no se puede explicar. Te pasa o no. Es difícil decirle a alguien que pagaste 200 dólares por un pedazo de papel. Pero en pocas palabras es querer atrapar en parte tangible el paso del tiempo con objetos o cosas que te generaron y generan sentimientos.

Y aquí tal vez reside una de las claves del coleccionismo: el valor de la mercancía está determinado por una cantidad de variables que –en el caso que nos ocupa– no pasan por el trabajo invertido en su hechura. Para los coleccionistas, el valor tiene que ver con la cantidad de misterio que un objeto puede contener, con las emociones que ese mismo objeto le genere, con el placer de poseer algo muy buscado por otros y que sólo está en nuestro poder y también con el grado de «calentura» que tengamos por adquirir algo.

El cuento de nunca acabar

«La colección fue en aumento; la casa fue quedándose pequeña. Para hacer hueco para sus objetos, Heepish fue prescindiendo de mobiliario. Llegó el día en que ya no quedaba sitio para la señora Heepish. La Novia de Frankenstein la estaba desplazando. Ella conocía la inutilidad de solicitar siquiera un alto a la recolección, y una disminución era algo impensable. Se mudó y obtuvo el divorcio acusando como rival a la Criatura de la Laguna Negra». Philip José Farmer sabía de lo que hablaba cuando escribió estas palabras en ‘La Imagen de la Bestia’.

Y aunque los objetos que se coleccionan sean diametralmente opuestos, casi se puede afirmar que las almas de los coleccionistas son similares entre sí, ya que hay puntos de contacto entre quien se desgañita por conseguir una edición rara en vinilo de Joan Baez y quien lo da todo por una bayoneta utilizada contra cualquier ser humano en la guerra de Vietnam. El coleccionista siempre será admirado no ya por la extraña pieza que haya conseguido sino por la extraña magia que es capaz de insuflarle a cualquier objeto.

Y como nada detiene a los que coleccionamos –y siempre puede aparecer algún objeto por el que daríamos gustosos la vida– no quiero cerrar este comentario sin contarles que atesoro objetos relacionados con los Beatles, con el cine, comics, libros y revistas de épocas pretéritas y hasta las figuritas con las que me supe entretener con mis compañeritos de la escuela primaria. Y que estaré eternamente agradecido con aquel desprendido que quiera colaborar con mi locura.

Todavía puedo deshacerme de algunos muebles.