Ni el crítico más feroz pudo evadirse de la catarata de
ideas, imágenes y logros varios que podían apreciarse en “2001: A Space Odyssey”
(2001:
Odisea del espacio, de Stanley Kubrick), la nueva ciencia-ficción
intelectual y de gran presupuesto. Maquetas espectaculares, trucajes novedosos
y geniales movimientos de cámara -unidos a la fiebre espacial de la época-, al
servicio de un discurso profundo, teológico, filosófico y todas las palabras
que se les ocurran que rimen con las dos últimas. Ya es habitual decir que con
el film de Kubrick se abre una era que lleva hasta “Star Wars” o “Blade Runner”.
También es importante para el género otra cinta
excelente, “The Planet of the Apes” (El planeta de los simios), que esconde en
sus imágenes, en su color, en su música -impensable en otra década-, en su
guión con sorprendente vuelta de tuerca final y en la interrelación entre monos
y hombres, algo del espíritu del ‘68. ¿Será que la dictadura desciende del
mono?
Ese mismo espíritu sobrevuela en la oscura epopeya, casi
documental, de una serie de personas -con un hombre de color como líder-
refugiadas en una cabaña para hacer frente a “Night of the Living Dead” (La noche de los
muertos vivientes, de George Romero). Blanco y negro, angustia vital.
¿Las personas, generaciones muertas, se alzan de las tumbas a devorar? ¿El
progreso genera monstruos? El disparo final, la omnipresencia de mensajes
televisivos y radiofónicos, la suciedad..., todo pone demasiadas dudas, las
mismas de una década prodigiosa que sabía que llegaba a su cumbre-final.
Una cumbre significó “Yellow Submarine” (Submarino
amarillo). En ella está todo lo bueno de este período. Por primera vez los
dibujos animados fueron tratados como jóvenes adultos. Su estética (deudora de
la publicidad y la psicodelia) es reconocible y creadora de moda e influencia.
Los Beatles comenzaban a recorrer el camino largo y sinuoso que los llevaría a
la separación, pero todavía podían prestarse a esta historia de paz, amor,
buenos y malos, delirios LSD, luces y colores hipnóticos.
Se
realista, existe lo imposible
Tony Curtis en una escena de "El estrangulador de Boston" |
Sólo hacía falta poner la televisión. Allí estaba
Vietnam, la muerte en directo. Y los jóvenes norteamericanos despotricando
contra el sacrosanto gobierno. Era el “boom” de los medios de comunicación. El
nacimiento de la hoy famosa aldea global. En las pantallas esa sensación de lo
real ya quedaba clara, como la peor de las pesadillas, en el film de George
Romero. Pero no fue el único.
¿Qué mejor golpe a las mentes anonadadas que el ver a un
ídolo joven, Tony Curtis, metido en la piel de un psicópata asesino? ¿Qué mejor
que ver cómo un suceso de los periódicos se convertía en un documento fílmico
frío y cruel sobre el alma y la psique humana? “The Boston Strangler” (El estrangulador
de Boston, de Richard Fleischer) presentaba la sensación de que algo iba
muy mal bajo la piel de lo cotidiano: un padre de familia podía llorar la
muerte de un presidente y violar y asesinar a las mujeres de edad.
El psicópata no era todavía la estrella tonta con la que
exorcizar miedos juveniles y llenar las arcas de las productoras, era esa
realidad que ante las salas ocultaban con musicales y comedias en Technicolor.
Psicópatas con alguna causa, como el héroe suelto de “Target”, la ilustración perfecta de
cómo iba a evolucionar todo: la fantasía “blanca” de toda la vida (Boris
Karloff) contra la brutalidad irracional e indiscriminada de un “serial killer”
disparando en un autocine. Bonita metáfora, luego explotada hasta la saciedad,
y último gran trabajo de Karloff quien dejará el cine ese mismo año y la vida
terrena al siguiente.
Lo más inimaginable podía ser tangible. Con esa óptica,
Roman Polanski narró la historia de una chica de los ‘60, elegida para dar a
luz al Anticristo. Los vecinos pueden ser una secta, tu marido venderte a ella
y al final aceptar aquel horror ante los especiales ojos de un niño del
infierno. “Rosemary's Baby” (El bebé de Rosemary). Ese era el miedo,
porque eso podía pasar. Antes tal vez no, aquel año sí. De escalofrío...
Los
debuts al poder
Dos directores se estrenaron en aquel 1968. Dos
directores a quienes el fantástico debe mucho. Ellos también pueden pagar
factura a sus influencias previas y al “revival sixties” de buena parte de los
años ‘90. Comienzo por el que, seguro, muchos querrían lapidarme: Mel Brooks.
¿Qué se le debe a Brooks? Como productor algunas joyas y como director algunos
despropósitos tan chabacanos como geniales de la historia. Su ópera prima, “The
Producers” (Los
productores), se acerca a la fantasía vía el delirio y el absurdo.
En Italia, Mario Bava seguía trabajando, y haciendo cosas
excelentes además, cuando debutó un tal Darío Argento. “L'uccello dalle piume
di cristillo” (El pájaro de las plumas de cristal) no dejaría de ser una continuación del film de Bava “Seis mujeres para
el asesino”, si no fuera por un estilo visual rompedor de moldes. No
solamente fue más allá de la estética narrativo-visual de los años ‘60: creó
una nueva forma de darle bríos al thriller y hermanarlo con el ejercicio
terrorífico-fantástico. Siempre se ha dicho de Argento el siguiente elogio: su
cine puede o no gustar, puede tener o no argumentos creíbles o lógicos, pero es
un cine que sólo tiene sentido viéndolo, es casi imposible contarlo a otra
persona.
Dos pasos hacia adelante. Puede que en direcciones
opuestas, pero no tan alejadas entre sí.
Un
negocio bajo los ladrillos
El sistema comienza a asimilar esas modas (que no eran
“modas”, lástima terminar como tales) y el cine que se produce se ve inundado
por minifaldas, pantalones de pata ancha, chalecos, flores, barbas, melenas,
motos, música, dedos en gesto de paz, etc., etc. Se cayó en el ridículo la gran
mayoría de las veces, como pasaba con ese super héroe “pop” conocido como Mister
Freedom, una subnormalidad francesa.
Jane Fonda en una foto publicitaria de "Barbarella" |
Los extraterrestres que empezaban a visitarnos eran más
modernos que los terráqueos y se dedicaban a desfilar por Carnaby Street y
clubs “in” de la época. “Candy”, con Ewa Aulin dando vida al ingenuo bomboncito del
espacio exterior, es el ejemplo más recordado (y ya olvidado) al respecto. Muy
parecida en iconografía sexo-onanista a la “Barbarella” de Jane Fonda y del
oportunista Roger Vadim. Si lo que se vendía era esa imagen, sin importar los
contenidos, todo era posible.
Las viejas maneras de hacer cine bebieron de esa fuente
de color, música y aliento “pop”. Vean lo que por entonces hacía la Hammer:
esculturales chicas en ropa interior en “Prehistoric Women” (Mujeres
prehistóricas, de Michael Carreras, con Martine Beswick y su cara de
vicio) o en “The Vengeance of She” (La venganza de la diosa de fuego, de Cliff
Owen). Su competidor de la época, el sello Tigon, daba trabajo a Christopher
Lee en tonterías como “Curse of the Crimson Altar” (La maldición del altar rojo, de Vernon
Sewell), un filme que no salvó ni la presencia de Bárbara Steele.
George Pal seguía trabajando, y con “The Power” (El
poder), de Byron Haskin, se adelantó varios años a “Scanners” o “La furia”
mezclando a varios jovencitos con telepatías y telekinesis varias. Mientras
tanto, Inoshiro Honda rehacía su primera incursión en Godzilla con un
comic-cinematográfico psicodélico llamado “Invasión extraterrestre”, los niños
argentinos devoraban por televisión las aventuras de Ultramán y la fiebre
de los superagentes (con James Bond como punto generador) amenazaba con invadir
los cines de todo el mundo.