miércoles, 7 de agosto de 2013

Hiroshima: Muertos conocidos, criminal anónimo


La Historia sigue su curso y el ser humano parece no querer aprender. La estupidez humana –esa que, sabemos, no tiene límites– continúa coqueteando con la posibilidad de arrasar el planeta. Ante cada encontronazo, la frase “todas las posibilidades serán consideradas” (eufemismo para plantear que el ataque nuclear siempre está presente en la mente de los señores de la guerra) aparece en las altisonantes declaraciones que los susodichos se esmeran en desparramar en los medios de comunicación.

¿Tiene sentido recordar Hiroshima? Pienso que la amenaza de nuevas matanzas “preventivas” le da una estremecedora actualidad. Y, además, ejercitar la memoria sobre lo ocurrido en aquella ciudad japonesa es parte de la lucha contra el olvido. No sólo para honrar a las víctimas sino también para tener presente aquel crimen. Para que no vuelva a suceder.

En un excelente artículo escrito por Mario Benedetti en 1985, “Maniobras y mecanismos de desinformación”, el poeta uruguayo se preguntaba: “¿Qué es la desinformación sino una desfiguración de la historia, aunque se trate de lo que está sucediendo en este instante?”

E ilustraba la hipótesis recordando que al cumplirse aquel 1985 los 40 años del ataque atómico a Hiroshima, su intendente pronunció un discurso muy emocionante en el que lamentó el sufrimiento de los supervivientes e hizo un llamado a luchar por la paz. Benedetti señala el curioso hecho de que el número uno de la municipalidad de esa ciudad japonesa no hizo la menor alusión al país responsable ni al presidente que ordenó la matanza. “¿Será que Hiroshima –se pregunta el escritor– se puso inadvertidamente debajo de una bomba de autor anónimo?”

Diez años después, al cumplirse en 1995 el medio siglo del primer bombardeo atómico de la historia, la Municipalidad de Montreal envió a los medios de difusión un comunicado invitando a una conferencia de prensa, el 9 de agosto, en la que se inauguró la exposición Hiroshima.

El diario La Presse reprodujo un cable de la agencia Reuter que hacía referencia al aniversario. También Le Devoir publicó un artículo al respecto en su edición del 9 de agosto. Ambos diarios calificaban al bombardeo de “catástrofe”, y eludieron nombrar o tan sólo sugerir al misterioso bombardeador. La carpeta de prensa entregada por la municipalidad de Montreal a los medios de difusión continuó con la ambigüedad, ya que tampoco nombraba al responsable e insistía en el carácter azaroso y hasta accidental de la explosión. Se hablaba de “tragedia” en 3 oportunidades, de “catástrofe” en 9, y una vez de “hecatombe”. En la muestra canadiense, las fotografías exhibidas eran de Hiromi Tsuchida, quien fue a tomarlas a Hiroshima, según sus palabras, “...para satisfacer mi curiosidad de artista”.

La muestra en la municipalidad presentaba –además de las fotos del curioso de Tsuchida– objetos quemados, deformados o fundidos por los aproximadamente 4.000 grados centígrados que liberó la detonación que aún sigue matando a las personas expuestas a la radiación. Había fotos de lo único que quedó de personas ubicadas en el perímetro del epicentro de la deflagración: una sombra sobre la pared. Y aparecían testimonios como el de Yukihisa Tokumitsu: “Me acuerdo claramente de las últimas palabras de mi madre: «¡Viene el diablo! ¡Viene el diablo!» Hiroshima era entonces verdaderamente un infierno”.

Desde entonces, las muestras y los recordatorios sobre Hiroshima se han venido sucediendo. Los testimonios son espontáneos y no dejan nunca de ser conmovedores, sí, las fotos y los objetos también; pero a mí me parece que los supervivientes deben haber dicho algo más. Algo que se omitió y que se omite todavía. Me parece que –como planteaba Benedetti– la desinformación sigue desfigurando la historia.

Porque Hiroshima continúa siendo un misterio al seguir evitando nombrar al travieso de la bomba, al jodón que estrenó su chiche aquel 6 de agosto de 1945. Es como si se intentase hacer creer que un fatalismo inevitable, sobrenatural –no alguien– descendió sobre la ciudad japonesa, la convirtió en cenizas radioactivas, mató a la mitad de sus 300.000 habitantes, mató y sigue matando al resto de distintos tipos de cáncer, produjo las más espantosas y dolorosas heridas jamás producidas por una explosión, y destruyó la flora y fauna por obra y gracia de una accidental e involuntaria catástrofe-tragedia-hecatombe.

En aquel mismo artículo, Benedetti agregaba otra perla que confirma cómo actúa la desinformación. Poco antes de aquel 40 aniversario se realizó una encuesta en la que se preguntaba a los escolares japoneses: “¿Quién arrojó la bomba atómica sobre Hiroshima?” La gran mayoría de los niños respondió: “Los rusos”.

No hay que ser un licenciado en psicología para saber que los recuerdos de la infancia son los que quedan más profundamente grabados en la memoria. No olvido, por ejemplo, un maestro de primaria de esos que se las sabía todas. Un maestro de esos a los que les gustaba mucho conversar con sus alumnos y recuerdo que fue la primera persona a quien escuché hablar sobre Hiroshima, un tema que le apasionaba tanto como le atormentaba. El hombre nos contaba que durante mucho tiempo no voló un pájaro sobre Hiroshima; que la onda de choque se desplazó aproximadamente 3.700 metros en unos 10 segundos; que la radiación, en un radio de 900 metros destruyó huesos y vasos sanguíneos y daño gravemente hígados, riñones, pulmones y otros órganos; que la ciudad estuvo en llamas todo un día en un área de 2 kilómetros. En fin –decía–, fue una increíble crueldad.

El maestro sabía quién era el responsable. Por eso, cuando terminaba de hablar de Hiroshima, hacía un silencio que todos acompañábamos respetuosamente; la cara manchada por los años se le ensombrecía, dejaba caer su cabeza, se pasaba una mano flaca por su infaltable corbata negra, y decía muy despacito, acaso para sí mismo: “La puta que los parió”.

jueves, 1 de agosto de 2013

The Concert for Bangladesh: Una buena idea


Hoy se cumplen 42 años desde que el ex beatle George Harrison y su amigo Ravi Shankar, junto con varias otras estrellas musicales más, incluyendo a Eric Clapton (que toca aquí como podrán imaginar), Ringo Starr, Leon Russell, Billy Preston y la milagrosa salida de Bob Dylan de su retiro para participar del evento, compartieron el escenario del Madison para dos conciertos que hicieron historia para alertar al mundo sobre la difícil situación del pueblo de Bangladesh, víctimas de las inundaciones, el hambre y la guerra civil. Fue la primera vez que un artista de rock organizaba un recital a beneficio.

La historia es más o menos conocida por todos. Bangladesh hasta 1971, era la provincia oriental de Pakistán. Sucedió que además del problema independentista, un ciclón se llevó por delante el país. Y de ahí hasta la noche del primero de agosto de ese año no hay que tener mucha imaginación. Ravi Shankar y George Harrison echaron a rodar el proyecto de un gran concierto benéfico para ayudar a las víctimas, contactando con unos cuantos amigos, de los cuales unos pocos terminaron arriba del escenario, motivo por el cual el ex beatle Harrison, aunque no hubiese hecho hasta aquel momento nada con su vida, ya se habría ganado el cielo. Él y todos los que consiguieron montar semejante show en cuestión de un mes largo en el Madison Square Garden.

Hay mucho de pose en la idea de ayudar y los grandes conciertos solidarios suelen no escapar a la regla: unos músicos millonarios tocando en una pachanga entre amigos para que uno -que paga la entrada- deje su dinero en, por ejemplo, la miseria de un país como Bangladesh.

Claro que, en el tema que nos ocupa, otra cosa es que los músicos sean los primeros en donar sus ganancias. Y que, para mejor, ese concierto resulte ser una de las conjunciones planetarias más sublimes de la historia de la música, que es lo que pasó allá por agosto de 1971. Me arrodillo ante George Harrison y compañía por realizar el Concierto para Bangladesh. Porque demostró que una buena idea se puede llevar a cabo. Aunque en Bangladesh sigan igual.

Por eso vale la pena volver a comprarse el disco ahora, reeditado: esa cajita roja con George Harrison en portada con una americana blanca preciosa y una camisa roja que me encanta. Cuando se nombran los mejores shows en vivo de todos los tiempos siempre se suele pasar por alto este disco, pero juro que como desfile de dioses del rock no se ha hecho nada igual. Bueno, tal vez "The Last Waltz".

¿Y por qué hay que tener este concierto en su cajita, con sus dos discos, su librito, con las fotos, las frases, olerlo, manosearlo, cuidarlo como el tesoro que es? Porque el Fondo de George Harrison para UNICEF lleva adelante desde hace algunos años una campaña especial de donación que continúa proporcionando ayuda de emergencia para Bangladesh y que, además, amplio sus horizontes colaborando con la atención de los niños de las regiones afectadas por el hambre en el Cuerno de África. Todas las ganancias quitando impuestos de las ventas de el album «Concierto para Bangladesh» benefician directamente al Fondo para la UNICEF. El hambre fue declarada por las Naciones Unidas en dos regiones del sur de Somalia en 2011. Más de 2 millones de niños sufren de malnutrición aguda, incluyendo medio millón de niños en riesgo inminente de muerte si no reciben asistencia vital inmediata. La esperanza de vida en Somalía es la de llegar a los 40 años. Un dato: todas las personas asociadas con el concierto se mantienen sin ingresos de cada venta y han renunciado a todas sus ganancias.

Al son de "My sweet Lord", "Beware of Darkness", "While my guitar gently weeps", "Here comes the sun", "Something", "Jumpin' Jack Flash", "A hard rain's a- gonna fall", "Blowin' in the wind", "Mr. Tambourine man" y tantas otras canciones inmortales que se dejan escuchar de un tirón, podremos concluir que lo que pasó esa noche de 1971 es una buena manera de creer en el ser humano.