Hablar del cine en la época de la última dictadura militar que asoló nuestro país nos impide escapar a la lógica impuesta por el Estado represivo de aquellos años. Así, hablar de cine es hablar de censura, “listas negras”, exilio de actores y directores. Pero hablar del cine en los años del «Proceso» es también hablar de directores complacientes, de pasatismo exacerbado, de apología desembozada para con el accionar de las fuerzas represivas y de propaganda orientada a lograr consenso en torno a la dictadura realzando algunos de sus “logros”. De este modo, entre censuras, prohibiciones y «agachadas» varias, fueron tomando forma los años más tristes de toda la historia del cine argentino.
Para sortear la censura y poder filmar y decir lo que uno quería había que pelarse las pestañas. El cine en tiempos de la dictadura aguzó la inteligencia de algunos directores, ya que fueron años donde las miradas críticas, con referencias más o menos veladas en torno a la represión imperante, debieron utilizar la metáfora como forma de abordaje. Tres películas se llevan las palmas en este rubro: «La isla», dirigida por Alejandro Doria en 1979, donde la referencia a las condiciones que se viven en un psiquiátrico remiten a los centros clandestinos de detención; «Tiempo de revancha», una oportuna metáfora sacada de la galera por Adolfo Aristarain en 1981, donde un ex sindicalista se enfrenta a una multinacional cortándose la lengua; y ya en 1982, en el ocaso de la dictadura, cuando la censura comienza a relajarse, un policial llamado «Últimos días de la victima», también de Aristarain, con alusiones obvias a los grupos de tareas y su accionar.
A la sombra de Tato
Sino fuera por el tamaño de la tragedia, deberíamos decir que todo era grotesco. Adolfo Aristarain recordó una vez que, en tiempos de la dictadura, cuando necesitaba una escena erótica de tres minutos la filmaba, por lo menos, de diez. Tato lo llamaba ofuscado. «¿Qué es esto?», le decía, a los gritos, y entraba en éxtasis de poda. Aristarain sacudía su cabeza vasca y discutía un poco. Después se iba, con tres minutos eróticos bajo el brazo. Otros no tuvieron tanta suerte: Leonardo Favio filmó «Soñar, soñar» en 1976 y se tuvo que olvidar del cine hasta 1993, y el notable Luis Politti —el verborrágico Vignale de «La Tregua»— se moría de tristeza en el exilio.
Lo cierto es que directores, actores y público en general, tuvieron que soportar las iras ultramontanas de Miguel Paulino Tato desde mucho antes de aquel 24 de marzo de 1976. De hecho, la sutil relación de la censura al cine con la vida política nacional se hizo muy evidente a partir de 1974. Cuando Isabel Perón llegó a la Casa Rosada tras la muerte de su esposo, el poder del entonces ministro de Bienestar Social José López Rega se hizo ostensible. A través de la Triple A, el «Brujo» comenzó una campaña de amenazas contra muchos de los protagonistas del cine nacional, algunos de los cuales tuvieron que marchar al exilio. En agosto de 1974, Isabel y López Rega nombran a Tato al frente del Ente de Calificaciones Cinematográficas. Desde entonces, y sin llegar al record en la materia que ostenta desde 1969 el film «Camino del arco iris» (que pasó de 144 minutos a 100, perdiendo una tercera parte del metraje y varias canciones de Petula Clark), las tijeras de Tato trabajaron a destajo.
A la izquierda, Miguel P. Tato. El "Señor Tijeras" a quien Charly García le dedicó una canción. |
Tato —que reconocía sus simpatías con el fascismo y su ligazón a medios ultra católicos— tenía sus manifiestas aversiones, al punto que prohibió varias películas de artes marciales porque aseguraba que sólo servían de excusa para mostrar «manoseos homosexuales». También demostró su odio hacía las películas de vampiros —que alguna vez calificó como «subversivos»— prohibiendo títulos como «Prueba la sangre de Drácula», «Los ritos satánicos de Drácula», «Los siete vampiros de oro», «Circo de vampiros» o «Drácula el último romántico». Esta última la prohibió cuando ya había sido estrenada —con una calificación de una gestión anterior— y luego la volvió a autorizar «previa eliminación del texto final que quisiera reivindicar la historia transcurrida en Transilvania» (textual de la ficha de calificación). Por eso la película finalmente se vio… ¡pero sin final! La misma suerte corrió, entre otras, «Carrera contra el diablo» a la que le tiraron abajo la última escena donde los villanos terminaban bien parados. En definitiva, no aceptaba los films donde «ganaran los malos» o, al menos, estos no recibieran su justo castigo.
Tato fue el único funcionario del derrocado gobierno peronista al que la dictadura de Videla, Massera, Agosti y compañía ratificó en su cargo. A partir de 1976, el «Proceso» fijó las pautas para el cine nacional: la educación y la cultura eran para los inquisidores las grandes armas de infiltración ideológica. Por supuesto, el censor no dejaba de demostrar que estaban en la misma sintonía: «El cine se ha convertido en una mercadería de intoxicación: se está apelando al recurso fácil, y en eso incurren desde los que venden cine y les importa poco lo que venden, hasta los intelectuales y pseudo intelectuales y los mismos artistas que sustituyen el ingenio por el fácil recurso de la pornografía», enfatizaba Tato con una gestualidad histérica.
El otro cine
¿Pero realmente era así? ¿Por qué consideraba la dictadura que el cine estaba «intoxicando» la mente de los argentinos? Necesariamente hay que indagar en los años anteriores al golpe llegando incluso al cine que se hacía antes de la apertura democrática de 1973. Un recorrido por aquel cine de los años 60 y 70 que supo gestar las bases de un cine político en la Argentina nos ayudará a encontrar las respuestas.
Los avatares políticos que se vivieron en la Argentina en la década del ’60 (dictaduras, golpes de Estado, proscripción del peronismo, aparición de la lucha armada) fueron la coyuntura sobre la cual el cine ensayó una mirada renovadora, tanto en la ruptura con las formas tradicionales de entender y hacer cine (sobre todo las que venían de Hollywood), como en el compromiso político con los cambios que se iban gestando en el país. Ya hacia fines de los años 50, se había vislumbrado en toda América Latina cierta tendencia que, pretendía mostrar una lectura histórica de la sociedad que se enmarcara en un acto de denuncia, para instruir, sensibilizar y sublevar al espectador. La propuesta giraba en torno a una cuestión hasta entonces silenciada: escribir aquella historia no dicha o directamente negada. Es decir, ante la información oficial, el objetivo era contrainformar.
El filme «La hora de los hornos» quizás pueda representar el hito que instala esta nueva forma de hacer cine en la Argentina de los ‘70. Realizada por Fernando «Pino» Solanas y Octavio Getino durante el gobierno militar de Onganía, la película instaló la necesidad de redefinir tanto la forma de hacer cine como la función del cineasta en las sociedades latinoamericanas. Unidos a los objetivos de la renovación continental, el filme explicitaba sin mayores eufemismos la denuncia contra el neocolonialismo en Latinoamérica, presentando a su vez, un llamado a la acción revolucionaria. De esta manera, Solanas y Getino, junto con Gerardo Vallejos y Egdardo Pallero, fundaron el Grupo Cine de Liberación, el cual contó con un manifiesto llamado «Hacia un tercer cine». Allí se expresaron todas las ideas en torno a lo que se dio en llamar «cine revolucionario».
Catalogada por muchos como ensayo político-cinematográfico, «La hora de los hornos» consta de cuatro horas y media de material de diferentes fuentes: imágenes documentales, entrevistas, estadísticas y fragmentos de cortos. La película está dividida en tres partes independientes que, a su vez, completan una unidad. La primera, Neocolonialismo y violencia, nos habla de la historia de la dependencia de la Argentina, analizando las formas y métodos de este proceso. La segunda, Acto para la liberación, relata la historia argentina desde 1945 hasta 1966, prestando especial atención a las limitaciones del activismo espontáneo. Finalmente, Violencia y revolución es un claro llamado a la educación y memoria, praxis revolucionaria para la transformación de las estructuras capitalistas y la erradicación definitiva del neocolonialismo.
Raymundo Gleyzer |
Paralelamente surgió desde la izquierda la idea de crear un cine que se correspondiera con sus ideales revolucionarios. Con varios puntos de contactos con Grupo Cine de Liberación se funda el Grupo Cine de la Base, liderado por el cineasta Raymundo Gleyzer. En un principio, Gleyzer se vinculó al PRT-ERP (Partido Revolucionario de los Trabajadores - Ejército Revolucionario del Pueblo) pero cuando éste disolvió sus iniciativas culturales, Gleyzer formó, junto con el realizador Álvaro Melián, el sonidista Nerio Barberis y otros intelectuales, Cine de la Base, cuyo objetivo inicial era responder a los problemas de distribución y exhibición, es decir, la idea era que las películas llegaran a los sectores populares, que se exhibieran en los barrios, las villas y que acompañaran una discusión abierta. Así, Cine de la Base se consolidó en 1973 cuando la primavera camporista permitió una llegada más fácil a las bases. Poco a poco la situación fue volviéndose más dura y a fines del ‘74, las proyecciones pasaron a ser clandestinas.
Uno de los filmes más significativos de aquel momento fue «Los traidores» (1973) del propio Raymundo Gleyzer. Si bien fue un largometraje ficcional, devino en un gran relevamiento documental de la burocracia sindical. A partir de este filme, el grupo se planteó la posibilidad de extender sus actividades de exhibición y debate hacia el campo de la producción. Posteriormente se filmó «Me matan si no trabajo y si trabajo me matan» (1974), un registro en formato de cortometraje de la huelga de trabajadores enfermos por saturnismo. En toda la producción de Gleyzer quedó claramente impreso su ideario revolucionario. Sus palabras lo refuerzan: «Cuando sostenemos la posición de que el cine es un arma, muchos compañeros nos responden que la cámara no es un fusil, que esto es una confusión, etc. Ahora bien, está claro para nosotros que el cine es un arma de contrainformación, no un arma de tipo militar. Un instrumento de información para la base. Este es el otro valor del cine en este momento de la lucha (...) Es así como nosotros entendemos que el cine es un arma».
Cuando llega la noche
Después de tanta renovación, todo fue acallado. A partir de 1976, con los militares nuevamente en el poder, la censura, la represión, el exilio y la desaparición de cineastas, despejaron el camino para que un cine cómplice de los fines e intereses del gobierno militar dominara la cartelera de estrenos nacionales.
El discurso de la censura oponía la «cultura verdadera y legítima» a la «cultura falsa e ilegítima», y hablaba de un «sistema cultural falso» que «no se subordina a lo moral». «La censura se dedicó durante años a señalar y prohibir lo no-moral, que abarcaba los conceptos de sexualidad, religión y seguridad nacional. El concepto de sexualidad se va definiendo como todos los demás significados del discurso dentro de la oposición ‘nuestro-ajeno’. El segundo concepto abarcado por el catálogo de lo no-moral es lo que denigra, afrenta o ataca las instituciones religiosas, la iglesia católica o la moral cristiana. El tercer concepto, relacionado oblicuamente con este catálogo es el de la seguridad o de ‘interés de la Nación’», explicó el crítico de cine Sergio Wolf.
En 1973, las películas argentinas estrenadas comercialmente habían sido 41 y el cine argentino pasaba por un buen momento: las producciones más vistas fueron «La tregua» (nominada al Oscar para el mejor filme extranjero), «La patagonia rebelde», «Juan Moreira», «Boquitas pintadas», «La gran aventura» y «La Mary» (todas superaron la cifra de 200.000 espectadores). Pero en los dos años siguientes, a tono con la debacle que vivía el país en su conjunto, comenzó una decadencia que, para 1976, había llevado aquel número a la mitad: sólo 21 filmes nacionales llegaron a las pantallas y esta cifra se mantuvo durante los dos años siguientes. Los 84 millones de entradas que se vendieron en 1975 se redujeron drásticamente a 65 millones en el año del golpe.
Mientras tanto, el Instituto Nacional de Cinematografía (INC) a través de su interventor, el capitán Bittleston, dictó, el 30 de abril de 1976, las normas para un «cine optimista». Quien quisiera filmar con el apoyo del Estado ya sabía a que tenía que atenerse.
Filmar con alegría
Según Sergio Wolf «un cine de régimen no requiere, para constituirse en tal, que todos los films reproduzcan enunciados en boga, que cada quien o cada puesta en escena haga visible el discurso del gobierno de turno. Conque una zona amplia y diversa de la producción lo haga o deje de leer las circunstancias de gestación, basta para aseverarlo».
La última dictadura necesitaba imperiosamente un cine nacional que mejorara su imagen y promoviera la confianza en el orden represivo. Se puso en marcha un dispositivo para manipular la producción, mediante la selección condicionada de créditos y una férrea censura. La tarea la asumió el Capitán de Fragata Jorge Enrique Bittleston, quien estableció «la necesidad de premiar aquellas obras que tengan profundas raíces en el ser nacional y que exalten valores espirituales, cristianos e históricos que afirmen los conceptos de familia, orden y trabajo».
Este sistema de premios y castigos no se ceñía solamente a la censura y aprobación de proyectos, sino en los subsidios y la declaración de interés con que eran evaluados y se distribuía el dinero. Al examinar con atención el período 76-78, se advierte que aquellas películas que exaltaban «los conceptos de familia, orden y trabajo» recibían todos los beneficios de la ley. Así ocurrió con «Patolandia nuclear», de Julio Saraceni, o «Dos locos en el aire» y «Amigos para la aventura» de Palito Ortega, quien agotó las siete películas de su filmografía entre 1976 y 1980 y logró varias veces rozar el millón de espectadores. A Bebe Kamin, Leonardo Favio, Carlos Galettini y Adolfo Aristarain se les negó tanto el subsidio como la declaración de interés especial.
A pesar de las propuestas oficiales de «optimismo» y del cine «escapista y trivial» que se produjo durante el gobierno militar, la muerte fue un tema recurrente. Puestas en escena y relatos se orientaron hacia ella como atraídos por un imán, un destino o una necesidad, aun en el terreno de la comedia, como en «Crucero de placer» (Carlos Borcosque hijo, 1979), donde los protagonistas buscan socios para un «negocio rentable»: la fabricación de ataúdes.
El discurso del cine más orientado por las normas «optimistas» se movió en torno a dos tópicos principales. Por un lado, se produjeron una serie de títulos alrededor de la reafirmación de los valores familiares. Por el otro, se afianzó un cine de acción, surgido a principios de los ‘70, que utilizaba un lenguaje plagado de eufemismos y metáforas de la jerga castrense para aludir a la «guerra antisubversiva». En este grupo podemos ubicar las sagas de los «Superagentes» y los «Comandos azules».
La primera saga ya había estrenado «La gran aventura», de Emilio Vieyra (1973), y «La super super aventura», de Enrique Carreras (1974). Eran tres hombres que respondían a los apodos de Tiburón (Ricardo Bauleo), Delfín (Víctor Bo) y Mojarrita (el recordado Julio De Gracia), y que trabajaban para una misteriosa organización para combatir el delito: Acuario. Luchaban contra el mal, defendían el orden y velaban por la seguridad del país. Cualquier parecido con lo que públicamente se proponía el «Proceso» no es pura coincidencia.
Durante la dictadura la lógica eufemística de esta saga se acentúa. Como señala Sergio Wolf, «nunca se enmarca abiertamente el relato en la Argentina ni se indica a quién responde cada sector en lucha; sólo se habla de salvadores locales y enemigos foráneos». En este período se filmaron tres títulos de la serie: «La aventura explosiva», (Orestes Trucco, 1976); «Los superagentes biónicos» (Mario Sábato, 1977), donde subyace la infiltración como normalidad y el «tirar a matar» como consigna de los grupos que se enfrentan; y «Los superagentes y la gran aventura del oro» (Galettini, 1980), película en la que los superagentes sin uniforme deben impedir que «rivales foráneos» roben «la memoria histórica» de un museo.
Los «Comandos Azules» inicia la segunda saga en 1979. Su continuación, en 1980, se titula «Comandos azules en acción». Ambas fueron obra de Emilio Vieyra y son todavía más transparentes en su prédica antisubversiva. La acción se sitúa en la Argentina, presentada como «uno de los pocos lugares del mundo en que se puede vivir en paz» y el mensaje es simple y directo: dos «simpáticos» parapolicías, operando en las sombras, combaten a grupos que perturban el orden.
Otro director que se sumó al bando de los «optimistas» fue Palito Ortega. En 1976, debutó como director con «Dos locos en el aire». Al año siguiente, con «Brigada en acción» incursionó también en el género ya no policial, sino «parapolicial». Ambos títulos son el ejemplo perfecto de que existía una compulsión a narrar historias sobre facciones enfrentadas, donde el objetivo era exterminar la diferencia, eliminar al «otro». Estos grupos, a veces, se representaban identificándose con alguna de las Fuerzas Armadas, tal como acontece en «Los drogadictos» (Enrique Carreras, 1979) o en «Dos locos…» y «Brigada…». En esta última, Ortega llegó a incluir autos sin chapa y su personaje —el principal Alberto— lleva hasta sus últimas consecuencias el ataque contra las distintas variantes del «otro». El film incluye, al pasar, la Escuela Ramón L. Falcón, visitas al Museo Policial, desfiles de la Policía Federal, apologías de lo parapolicial y -como leit-motiv sonoro- la sirena de un patrullero.
Es Ortega también quien introduce —junto con la metáfora del «cuerpo enfermo a curar»— el concepto del país como establecimiento a reeducar, como orden a reinstaurar, como espacio en que hay que contraponer la moral de los valores positivos frente a los valores negativos... Ortega en este sentido, es un «alumno aplicado» el primero en llevar a la práctica lo pedido por el interventor del Instituto Nacional de Cinematografía, Bittleston. «Palito» contribuyó con tres películas a la propuesta de reeducación social del país a partir de valores positivos: «Las locuras del profesor» (1978), con Carlos Balá, «Vivir con alegría» (1979), con Luis Sandrini y «¡Qué linda es mi familia!» (1980), última aparición de Luis Sandrini y Nini Marshall, donde Palito, disfrazado de hombre de la Armada y en la Fragata Libertad, canta «Me gusta el mar / soy guardián de mis fronteras / donde empieza mi bandera /se terminan las demás».
También se propuso exaltar la «alegría» de ser argentino un producto como «La fiesta de todos» (un paso en falso de Sergio Renán) que explotaba el triunfalismo deportivo del Mundial de Fútbol de 1978 e intercalaba material documental de los goles del evento con una serie de escenas ficticias en las que se convencía a los más críticos respecto del seleccionado argentino.
Así, tanto desde las pantallas como desde la prensa diaria y periódica se intentó construir la imagen de un país «optimista» cuyas voces discordantes eran anuladas o, en el mejor de los casos, difundidas con sordina. Los primeros análisis sobre el campo cultural que se harán durante la transición democrática elegirán exaltar esas voces silenciadas más que delatar la obsecuencia de ciertos medios y personalidades que, con pocas excepciones, siguieron formando parte de nuestra «cultura nacional».
Papelitos de colores
El Mundial de fútbol apareció de distintas formas en muchos films del año 1978, a veces con una simple mención, otras en puntos clave del argumento. Pero hubo una película que con convicción y seguridad se transformó en la película oficial del evento deportivo. El 24 de mayo de 1979 se estrena «La fiesta de todos» (1978) dirigida por Sergio Renán, con guión de Hugo Sofovich y Adrián Quiroga (seudónimo de Mario Sábato). Este alevoso panfleto está construido sobre un material previo, filmado por un grupo de brasileros que, frente a la derrota de su equipo, decidió vender las imágenes documentales que habían registrado. A dichas imágenes, algunas de cierta calidad y valor documental, se le agregaron una serie de sketchs de fuerte contenido ideológico y de una pobreza cinematográfica asombrosa. Una seguidilla de momentos vergonzosos en donde impera un punto de vista por demás homofóbico, racista y xenófobo, un verdadero despliegue de contenido ideológico fascista. Y como refuerzo a todo esto aparecen discursos políticos nada inocentes ya sea mediante gags o directamente con gente hablando a cámara.
Esta defensa de un evento, tan siniestro por el momento del país en el que se desarrolló, convierten a «La fiesta de todos» en la película más oficial de la dictadura, dirigida nada menos que por Sergio Renán, quien años antes había ganado prestigio internacional con «La tregua» y por lo tanto era un realizador con un nombre, una carrera y un compromiso extra con el cine nacional.
La película presenta algunos discursos que hoy producen indignación, como el del periodista Roberto Maidana que dice: «Para nosotros, los argentinos, la historia importante empieza antes de esta fiesta y termina en esta fiesta. Porque el Mundial para nosotros fue un desafío donde el fútbol no tenía nada que ver. Sí la malevolencia y el escepticismo. Y respondimos con las obras realizadas y con la actitud serena y generosa de un pueblo maduro, de pantalones largos». En el cierre del film, Félix Luna, el historiador más conocido que tiene nuestro país, finge mirar desde un balcón a la gente festejando -la escena claramente está filmada después, aunque caen papelitos desde arriba- y explica: «Estas multitudes delirantes, limpias, unánimes, es lo más parecido que he visto en mi vida a un pueblo maduro, realizado, vibrando con un sentimiento común, sin que nadie se sienta derrotado o marginado. Y tal vez por primera vez en este país sin que la alegría de algunos signifique la tristeza de otros».
Posteriormente, Renán manifestó su arrepentimiento por esta película. Muchos historiadores y críticos de cine han «perdonado» este film y tratan de olvidarlo.
Policía y pedagogo
Entre tiros y persecuciones, el relato va intercalando diversas escenas en las que se presenta de forma abierta y franca una propaganda casi institucional de la Policía Federal, con frases terminantes como «la policía argentina es una de las mejores preparadas del mundo», dicha textualmente por "Palito". Sumadas a las apreciaciones de los personajes civiles como los de Altavista y la madre de personaje de "Palito", en las que se comentan la vocación de servicio de los agentes, quienes «en cualquier momento del día deben entregarse a la defensa del bien común», forman un cóctel difícil de tolerar.
Y esto no es todo, ya que no falta, al modo de los desfiles militares que supimos padecer en la época, las insoportables sesiones de acrobacia y destreza sobre motocicletas que llevan a cabo los cadetes de la escuela de policía, a la que "Palito" lleva a pasear a "Cepillo", un niño lustrabotas y huérfano, amigo de los oficiales, para enseñarle las virtudes de nuestras fuerzas de seguridad. En «Brigada en acción» es muy clara la caracterización que el propio Ortega hace de su personaje Alberto, el cual está vestido e identificado con los atributos del sacerdote, a saber: como lo dice su abnegada madre y él lo demuestra con los hechos, él solo vive para su trabajo, mientras que a ella le gustaría mucho que trajera una chica a su casa.
En cuanto a los malos de la historia, estos son mencionados en la canción que suena en off, cuando se anuncia la muerte de unos de los agentes, que, para agravar dramáticamente la afrenta de los delincuentes, en la escena anterior había estado festejando el nacimiento de su primer hijo. En esa canción se habla de aquellos que «perdieron la fe en el amor y en la Justicia y confunden la libertad». Es muy interesante el modo en que plantea la presencia de "esos delincuentes", a quienes no identifica. La apelación es tan amplia, que permite aludir a un grupo indefinible de "criminales".
Ortega y Carlos Balá en una escena de "Dos locos en el aire" |
«Brigada en acción» comienza con una persecución en montaje paralelo con imágenes de una exhibición de acrobacia por parte de la policía. Corre el año 1977 y el director elige ese plano para iniciar su film, y luego agrega una visita guiada por el museo policial con alguien que nos explica: «Naturalmente los medios para combatir el delito se han modernizado de modo de colocar a nuestra policía entre las mejores del mundo. Durante las veinticuatro horas del día hombres y mujeres trabajan de distintas formas, velando por la tranquilidad de sus semejantes». Sí, la policía de 1977 es a la que se refiere el film. Estos elogios se multiplican alegremente y hay espacio para todas las bajadas de línea posibles. En este sentido, hay varios ejemplos: hay un niño huérfano en el film que declara su deseo de ser policía, o la permanente presencia de exhibiciones acrobáticas y destrezas varias de las diferentes unidades de la policial. El hermano de uno de los protagonistas dice ser estudiante universitario, pero no lo es, es un delincuente común. No hace falta aclarar cuál es la ideología detrás de este absurdo personaje. Pero el punto que resume la auténtica ideología del film está en una canción que es una pieza digna de estudio en sí misma. Uno de los policías de la brigada muere en un enfrentamiento y al recibir Ortega la noticia, se escucha la siguiente canción, a la par que se observa al Falcon que maneja, dirigirse sin rumbo por la ciudad: «Pobre de esa gente que no sabe a dónde va/los que se alejaron de la luz de la verdad/ esos que dejaron de creer también en Dios/ los que renunciaron a la palabra amor. Pobre de esa gente que olvidó su religión/ esos que a la vida no le dan ningún valor/ los que confundieron la palabra libertad/ los que se quedaron para siempre en soledad». Esta es la descripción que elige "Palito" para hablar de la delincuencia en su película. ¿A qué delincuencia se refiere exactamente?
Por su parte, «Dos locos en el aire» funciona como un elogio de las instituciones en el poder a partir de la Fuerza Aérea y también, como una defensa de la fe católica -algo muy recurrente en la filmografía de Ortega- y los símbolos patrios. Ver volar -con una canción de Palito sonando de fondo- los mismos aviones desde los cuales durante ese mismo año en que él los filmaba, tiraban gente en el Río de la Plata, no puede ser tolerado ni disculpado bajo ningún concepto. Así como tampoco debería ser olvidado.
En estos films de Ramón Ortega y su productora "Chango" (nacida con la dictadura) hay un elemento que es irrefutable: nada es accidental, ni existe ambigüedad posible, sabían lo que estaban haciendo y por qué. Nada es inocente, como tampoco lo es que hoy muchos lo olviden y traten a Ortega como si esto no se hubiera hecho jamás. O como si nunca hubiera escrito -en lo que varios han reconocido en su momento era una alusión a los cantantes de protesta - «si no te gusta que la gente esté contenta/ si no te gusta ver feliz a los demás/ tirate al río en la parte más profunda y después cuando te hundas si querés podes gritar». El único film que produjo "Chango" fuera de la dictadura fue Tacos altos (1985) dirigida por Sergio Renán. Aunque sus dos películas más siniestras son las arriba nombradas, el resto de su filmografía no es del todo inocente. Que sean muy malas películas no las absuelve. En «Amigos para la aventura» (1978) la insistencia por festejar «una nación de paz» de ninguna manera puede ser accidental. Como tampoco lo es que «Vivir con alegría» (1979) termine con una cita de Juan Pablo II cubriendo toda la pantalla. Este film es el más claro con respecto a los valores católicos, patriarcales y conservadores del director, y en su notable mediocridad igual es el más logrado de su carrera. «¡Qué linda es mi familia!» (1980) es el último de sus títulos. Allí, "Palito" Ortega hace de hijo adoptivo y su padre (Luis Sandrini, obviamente) echa al padre biológico cuando éste viene a reclamarlo. Proviniendo de este cineasta, se puede afirmar con seguridad que las casualidades no existen y que, en consecuencia la lectura de esta escena es definitivamente aterradora.
La metáfora
Pero como señalaba al comienzo de esta nota, sería injusto olvidar que también existió, por parte de algunos cineastas, el intento de denunciar la situación que se vivía en la Argentina. A pesar del clima político imperante y los riesgos vigentes, algunas voces consiguieron eludir la censura y la persecución a través de la realización de un cine de género donde, aunque metafóricamente, se colaban alusiones a la situación política. Así, gracias a la estrategia exitosa de decir sin nombrar, el encierro, las desapariciones y el miedo lograron una representación en clave. Fue así como José Martínez Suárez realizó «Los muchachos de antes no usaban arsénico» (1976), en la que un grupo de ancianos disuelven a sus esposas, para luego repartirlas en una casona; Sergio Renán, «Crecer de golpe» (1977), con libro de Haroldo Conti; y Alejandro Doria «La isla» (1979) y «Los miedos» (1980). Incluso Leonardo Favio confesó haber decidido cambiar el final de «Soñar, soñar» y terminar su historia en un presidio. Estrenó en 1976 bajo amenazas de bombas en los cines.
Pero el caso más contundente es el de Adolfo Aristarain, que debutó como director en 1978 con el policial «La parte del león». Aunque en 1979 firmó una de las entregas de una serie de moda —«La discoteca del amor»—, en 1981 realizó una de las películas más valiosas de todo el período: «Tiempo de revancha». Un plano de Federico Luppi cortándose la lengua frente al espejo, se convirtió en símbolo de la victoria contra un sistema aparentemente impenetrable desde una resistencia silenciosa.
Según Aristarain, lo que impidió a la censura, algo más relajada entonces, prohibir la película fue su «trampa» narrativa. Se trataba de una historia donde no se resolvía nada cortando una u otra escena, por lo que directamente hubieran debido prohibirla. Ante la eventualidad de un gran escándalo, se decidió dejarla pasar. Fue unánimemente leída en clave crítica. Un año después, con la guerra de Malvinas, el cine argentino empezaría a transitar otro camino, lejos de la oscuridad.