viernes, 12 de julio de 2013

Mordida mortal


Pasaron 38 años, pero la gente todavía tiene miedo de entrar al agua. Es el legado de una película estrenada en julio de 1975 por un entonces casi desconocido director llamado Steven Spielberg. Una película que convirtió el acto hasta entonces banal de ir a la playa en un fantasma destructor de los nervios, caracterizado por el zumbido, a velocidad cada vez mayor, de apenas dos notas musicales.

La conocimos como “Tiburón”. Y además de envenenar para siempre nuestra relación con los peces, también dejó un impacto indeleble en la cultura moderna como el primer “tanque de verano”: la primera película que marcó el récord de superar los cien millones en la taquilla, la primera en ser promocionada por un gran estudio de Hollywood como un evento cultural y no sólo como un film. Después de “Tiburón” los estudios comenzaron a pensar en mayores apuestas. Sin “Tiburón”, las películas de “Star Wars” o las de Indiana Jones nunca hubieran obtenido la luz verde.

La gran ironía respecto del film, es que debe mucho de su éxito a un feliz accidente. Cuando se decidió a llevar al cine la novela de Peter Benchley, Spielberg se gastó buena parte del presupuesto filmando escenas clave en la costa de Martha’s Vineyard en lugar de hacerlo en un tanque de agua bajo techo, más barato y seguro. También decidió crear un escualo movido de manera hidráulica. Desafortunadamente, el bicho sufrió toda clase de problemas técnicos. Primero se hundió. Después, el agua salada afectó su mecanismo. Aún cuando funcionaba, se veía muy falso. Con lo que, cuando Spielberg entró al cuarto de edición, tomó quizá la decisión más importante de su carrera: levantó el hacha y la aplicó a su película, dejando afuera casi todas las escenas con el tiburón, que aparecería sólo al final y de manera fugaz. El público sólo vería el resultado del trabajo del pez: los veraneantes que gritaban y el agua teñida de rojo.

La decisión fue un acierto. Spielberg escondió al escualo pero duplicó el terror, que creció exponencialmente. La Universal promocionó fuertemente la película, con cientos de comerciales y un trailer con un slogan memorable: “¡No entren al agua!”. Se estrenó en 400 cines, un número poco común para la época. El margen de beneficio fue del 1500 por ciento. En la noche de estreno, filas de adolescentes se formaron fuera de las salas. En las semanas siguientes, muchos de ellos estuvieron listos para pagar por ver “Tiburón” varias veces. Se había convertido en la primera película-evento.

La vi (varias veces) en el viejo cine Metro, frente al Obelisco porteño. Todavía recuerdo la tensión que iba aumentando en la sala a medida que pasaban los fotogramas, los saltos que pegué en la butaca, la claustrofóbica y fascinante atmósfera de algunas escenas, la crueldad que destilaban los ataques (a la jovencita, al chico que disfruta del mar en su colchoneta) y la que se convertiría en una de las escenas más terroríficas de toda la historia del cine: la caída libre del capitán del barco en las abiertas fauces del tiburón.

Pero sobre todo, recuerdo el veraneo de aquel año en Mar del Plata, cuando cientos de bañistas mirábamos el mar (que apenas nos llegaba a los tobillos), sin decidirnos a entrar porque ahora sabíamos que darse un chapuzón podía convertirse en algo… diferente.

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