Dicen los relatos de época que Barbanegra no respetaba para nada las reglas de la piratería. No tenía nada de romántico. No era justo a la hora de repartir el botín. No se parecía en nada a Francis Drake o a Errol Flynt en la pantalla.
Era tremendamente cruel con su tripulación y mató a más de 200 hombres y mujeres, incluyendo a varios de sus contramaestres, en sus dos años de piratería. A uno de estos últimos, Israel Hands, lo asesinó después de emborracharse juntos una noche de junio de 1717. Torturaba a los prisioneros de las batallas y participaba de orgías sanguinarias. De más está decir que le tenían pánico.
Barbanegra tuvo doce esposas: seis en Jamaica -su puerto principal en el Mar Caribe-, cinco en Carolina del Norte y una en Inglaterra. Esta última le dio su único hijo, según registran las difusas crónicas acerca de su vida.
Durante un breve tiempo en que la corona británica le otorgó un perdón por sus actos de piratería, se casó con Mary Ormond, de 16 años -él tenía alrededor de 37-, hija de un hacendado de Bath Town, en Carolina del Norte. Pero la vida tranquila le duró poco y volvió a cubierta para acrecentar su ya enorme montaña de oro.
Cuentan que el hombre cargaba con tres pares de pistolas y dos espadas. Tenía voz ronca, espesa barba negra (de allí su apodo) y era alto. De aspecto temible, la carrera de Teach fue muy corta. En 1718, el gobernador de Virginia, Alexander Spootswood, ofreció 100 libras de recompensa por la captura del pirata “vivo o muerto”.
Pero sin esperar que un aventurero lo atrapara, envió al teniente Robert Maynard a buscarlo. Barbanegra cayó víctima de su propia omnipotencia: hacía tiempo que no se ocultaba y que aparecía en las costas y los bares del puerto sin importarle nada. Por eso Maynard lo encontró fácilmente el 22 de noviembre de 1718 a bordo de su barco en Ocracoke Inlet, en Carolina del Norte. Después de una sangrienta batalla en la que los dos hombres lucharon cuerpo a cuerpo, Barbanegra cayó con 20 cuchillazos y cinco tiros encima.
La tripulación fue detenida, juzgada y condenada a muerte. La cabeza de Barbanegra colgó durante mucho tiempo del palo mayor de su propia nave.
El catalán Joan Manuel Serrat recordó muchas veces en público los agradables momentos que a la hora de la siesta le hicieron vivir los piratas que habitaban muchos de los libros de la biblioteca paterna.
Por este lado del globo, quienes acusamos una cierta edad todavía tenemos presente los libros de tapas amarillas de la colección “Robin Hood” que nos traían las aventuras narradas por Salgari o Stevenson.
Lamentablemente, aquellas historias magníficas de tesoros escondidos y traiciones redimidas con sangre son cosas del pasado. Hoy, los piratas no viajan en galeón. Han cambiado sus pistolas y sus espadas por otras armas no menos efectivas a la hora de ayudarlos a acumular tesoros, que no guardan ya en una isla sino en privadísimas cajas de seguridad de bancos de lejanos países.
Pero a pesar de parecer todopoderosos, estos piratas no han conseguido aún inventar el arma que mate las quimeras y los sueños y entonces uno -simple mortal acostumbrado a alimentarse de utopías- guarda en un rincón del corazón la secreta esperanza que vuelva a ondear -alguna vez- la bandera de los huesos cruzados; que aquellos piratas de tinta -pero no por eso menos humanos- impongan justicia; que las cabezas de nuestros piratas modernos cuelguen del palo mayor de sus propias naves; …y que todos podamos brindar, con una buena botella de ron, por aquello que habrá de defenderse luego.
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