jueves, 2 de agosto de 2012
ENYA: La poesía celta
Escuchar a la irlandesa Enya (Eithne Ni Bhraonain de nombre real y oriunda de la ciudad de Gweedore) es entrar a un mundo de impresiones poco usuales en la música. Es hacer un viaje introspectivo a través del tiempo y del espacio vibrando con las sonoridades atmosféricas que contienen cada uno de sus trabajos. Enya sorprende desde un principio por su extraña sonorización, por esa mezcla de música antigua con moderna, por esos coros que parecen lamentos, por ese idioma traído de tiempos lejanos. Y no sorprende menos su capacidad creativa, muy lejos del patrón que han impuesto las cantantes aparecidas en las últimas décadas.
Cada canción de Enya es el equivalente a un cuadro de la corriente impresionista, porque efectivamente, cada track de sus discos refleja sensaciones y estados de ánimo, donde el agua, el cielo, los bosques, los amantes y los fantasmas de los recuerdos están presentes, así como la nostalgia permanente de ese deseo incógnito que busca el hombre en la vida. En suma, todo en Enya deja traslucir una sola cosa: talento. Su estilo diferente, único y muy personal nos trae esa sensación de que por primera vez estamos conociendo la música.
Ya desde aquel primer single que la lanzó a la fama –‘Orinoco Flow’– esta joven de tez blanca casi transparente y enormes y hermosos ojos verdes demostró su capacidad para hacer todo: voz principal, coros, instrumentación, arreglos… Buceando en el pasado y las leyendas que pueblan Irlanda, donde hundió las raíces de su música, ha extraído de los teclados una magia inusual. Lamentablemente, los trabajos de Enya han sido etiquetados por los capos de la industria discográfica con el polémico y flojo adjetivo de “new age”. Para ser justos, la fusión de distintas corrientes musicales que nos propone esta artista –propuesta musical a la que ninguna otra se parece– es difícil de clasificar. Sí puedo asegurar que hace música para paladares exquisitos.
Tal vez sea momento de hacerle caso a la propia compositora cuando pide a su público que no ponga etiquetas a su trabajo y que sólo “sienta” su música. Y hay un método para acercarse a una mejor definición de su obra: sentarnos en un cómodo sillón y escuchar algún disco de su enorme lista de trabajos. Dos de ellos pueden hacer más fácil la tarea: el multipremiado Memory of Trees (1995) y Watermark (1988). La reacción natural del cuerpo y la mente definirán cuál es la impresión personal de sus álbumes. Tal vez así se consiga lo que la misma cantante propone: lograr que sea uno, por sus propios medios, quien se entregue al placer de vagar por los rincones del alma.
Si bien viaja con el paisaje de su isla natal a cuestas, con la casa de campo en la que se crió junto a sus cuatro hermanos y sus tres hermanas y con las noches de melodías gaélicas en la piel, Enya siempre se ha mostrado distante con la prensa y –aunque correcta en el trato– deja pocas ranuras para espiar su personalidad. Insiste en preferir que se la conozca por su obra, a la que suele definir como "un diario musical". En este sentido, la ha hecho verdaderamente feliz que la gente haya conocido sus canciones antes de saber quién era ella. Es algo que se impuso como obligación desde el principio: no ofrecer un perfil personal al público. No da muchas entrevistas, hace pocas promociones de sus discos y nunca ha salido de gira ni dado un concierto en vivo.
La aparición del álbum Watermark fue un éxito meteórico en las listas de ventas británicas. Era la época del éxito arrollador de U2 y todas las bandas de Irlanda se volcaban al rock. "Lo que yo hacía era completamente distinto y no quise escuchar la opinión de nadie sobre mi material –dijo una vez–. Hay que ser muy fuerte para ser fiel a tus convicciones porque cualquier comentario negativo puede llevarte a abandonarlo todo. Para mí fue muy difícil. Escuchaba la radio y nunca oía algo parecido a lo que yo estaba haciendo en el estudio. Entonces me entraba el pánico: ‘¿Llegará a interesarse alguien por mi música?’. Por eso estoy tan fascinada con la reacción del público ante mis discos, no sólo en Irlanda, sino en todo el mundo. Es una satisfacción ver culminar una aventura tan arriesgada".
Le gusta registrar sus canciones en tiempo real, "para que no pierdan sentimiento" y hoy por hoy, la pasión de su vida es clara y firme: "Todo lo que no sea música carece de importancia para mí. La música, como la vida, es una sucesión de emociones".
El repertorio de la cantante irlandesa está formado por baladas (o casi) cantadas en inglés y gaélico, y estas últimas suelen ser genuinas canciones irlandesas ideadas por ella, y el mejor material de sus grabaciones. Y como es una ejecutante de cierta valía siempre incluye algunos temas instrumentales en sus álbumes. Muchos de sus temas (‘Caribbean blue’, ‘Book of days’, ‘Storms in Africa’, el ya mencionado ‘Orinoco Flow’) se han hecho ciertamente populares, pero hay cortes más hermosos en sus espléndidos discos. Sus letras –a pesar de la quietud de las canciones– poseen una tremenda profundidad. La melancolía que anima a Shepherd Moons, el perdón dentro de The Memory of Trees o la duradera trascendencia de Watermark son sentimiento en estado puro, articulados a través de los paisajes sonoros que ella crea.
Y el secreto definitivo de la fórmula es la voz acariciadora y vaporosa de Enya. Casi jugo de poesía.
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