miércoles, 27 de agosto de 2014

Haciendo la radio


Radio (definición esencial): frecuencia basada en una antena, un receptor y una batería infinita de sonidos. Ahora bien, tanta economía de palabras (y medios) podría llegar a ser confundida con la presunta pobreza del medio en sí, sobre todo en estos tiempos que vivimos, signados de sofisticación tecnológica. Por lo demás, el reinado inacabable de la televisión y la prensa gráfica, parece relegar el perfil de esa cajita misteriosa que se nos hace desprovista de identidad propia.

Pero la fuerza de la radio no se palpa sólo a través de frías mediciones. Quienes conducen (o, como en mi caso, han conducido) un programa radial, preferimos –ante todo– la prueba de amor de las cartas o los llamados telefónicos en el acto. Sin ellos, nos sentimos perdidos, porque el nuestro es el producto más desestructurado de todos: se termina de armar en la cabeza y en el corazón de los oyentes. Este componente emocional es propio de esa radio que se comporta como nuestra pareja: con ella nos levantamos, nos bañamos, tomamos el desayuno, viajamos, almorzamos y, naturalmente, nos acostamos.

La radio también ha sido señal de complicidad y fuerza de ánimo, en los años de miedo y mordaza, cuando bastaba girar el dial bien al costado y escuchar, desde Colonia, la verdad que aquí se nos negaba. Y, sobre todo, la radio es esa voz que nos nutre de sueños y esperanza, aún en los momentos más oscuros y desolados de la noche, cuando gracias a la radio, los oyentes se sienten menos solos a la madrugada.

Desde fines de la década del ’80 para acá, la radio se extendió todavía más gracias a la aparición de cientos y cientos de estaciones de frecuencia modulada de baja potencia, también conocidas como “libres”, “comunitarias”, “alternativas” o “truchas”, dependiendo cada definición del color del cristal con que se las mira. Sumadas todas, ocupan un buen porcentaje de la audiencia total, muchas veces más alto de lo que los medios “grandes” (o sea los monopolios de la comunicación) nos quieren hacer creer.

Pero al final… ¿qué somos?

La experiencia de las radios comunitarias arranca en América Latina a mediados de los años ’70, impulsada en la mayoría de los casos por comunidades de la Iglesia Católica de algunos países que supieron ver en este medio una herramienta importante en la lucha por la liberación de los pueblos. Perú, Bolivia, El Salvador y, sobre todo, Brasil, fueron los primeros en sostener esta iniciativa que pronto se extendió por el resto del continente.

En nuestro país, el auge de las radios de baja potencia se dio, como ya dije, a fines de los años ’80. Así, entre 1988 y 1992, las FM se instalaron a lo largo y ancho del país y, sin ser absolutamente conscientes de ello, comenzaron a sacudir los cimientos de los poderosos medios radiales, únicos y privilegiados dueños del espectro radial y de las posibilidades de explotación económica que el mismo ofrecía.

Con la llegada de las FM, los micrófonos y el “aire”, comenzaron a ser ocupados por voces desconocidas, dueñas de un lenguaje diferente y, en muchísimos casos, verdaderamente alternativo. Vecinos que salían al aire para dar a conocer los problemas de su comunidad, grupos que trabajaban en lo social y político sin otra intención que la de ayudar a sus semejantes y –por lo mismo– alejados del poder (económico y del otro), miembros de diversas etnias, hombres, mujeres, jóvenes… Aquellos que nunca eran tenidos en cuenta por las noticias se encontraban –de pronto– frente a la posibilidad de generar ellos mismos la comunicación y de poder hacerlo desde otra perspectiva.

Estas radios eran libres porque no respondían al dictado de nadie, a ningún poder; estas radios eran comunitarias porque reflejaban los sentimientos, las luchas, las aspiraciones y los sueños de una comunidad; finalmente, eran alternativas porque los espacios comunicacionales estaban puestos al servicio de la gente, la producción de los programas se presentaban como una opción a los formatos conocidos y, del mismo modo, el “manejo” del medio era encarado desde una perspectiva distinta, no mercantilista: autogestión, cooperativas, etc.

Pero el gran cambio estaba dado en que los “actores” de las noticias, los generadores de la información, eran otros: los que hasta entonces habían sido sistemáticamente ignorados o silenciados. Las radios alternativas pusieron el manejo de la información en manos del pueblo. Esto era algo peligroso para los grupos de poder que no demoraron en denostar al nuevo fenómeno, endilgándole un nombre que prendió en buena parte de la sociedad. Para ellos, las radios alternativas no eran otra cosa que radios “truchas”.

Ascenso, caída… y vuelta a empezar

Hoy, lamentablemente, la situación ha variado de manera sustancial. Para empezar, no fueron pocas las radios de baja potencia que han desaparecido, y no es menor la responsabilidad que le cabe a los continuos vaivenes económicos que venimos soportando desde hace tantos años. Pero no podemos ser tan miopes y echarle la culpa sólo a la situación económica.

Muchas de las radios de baja potencia han perdido el rumbo desde hace un tiempo largo. Y quiero mencionar algunos puntos que han tenido que ver con la debacle:

- El renunciar a lo “alternativo”. Muchas radios de baja potencia comenzaron a copiar los formatos de las radios grandes con la errónea idea de que eso les llevaría a conseguir más publicidad. Muchos adhirieron a la vieja idea de que “las FM están para pasar música” y renunciaron a lo más distintivo, aquello que sostenía el vínculo entre el medio y los oyentes.

- El abandonar lo “comunitario”. La brújula ya no marca el norte de la sociedad. Muchas veces, los problemas de la comunidad quedan relegados o, lo que es peor, no son informados para no indisponerse con los hombres que representan el poder en cada localidad. No es un secreto que la vida económica de muchas radios de baja potencia está atada al dinero que le puedan bajar desde un municipio, gobernación o partido político. Dinero que llega –en algunos casos– no como “publicidad oficial” sino como mordaza para comprar silencio. Demás está aclarar que ya no puede hablarse de radios “libres”.

- La necesidad de conseguir dinero para sostener la radio llevó a que se vendieran espacios sin importar ni la calidad de los programas que se ofrecen ni la idea de comunicación que tienen los que están al frente de ellos.

- Personas que teniendo la posibilidad económica de instalar una FM de baja potencia, lo hacían sólo con un interés mercantilista. Para estos señores, la radio no era más que un negocio, una posibilidad cierta de hacer plata, a través de la comercialización de publicidad o la venta indiscriminada de espacios.

- Dueños o directores de radio que no tienen la más mínima idea de qué significan las palabras “medio de comunicación” y “servicio”.

Pero el panorama no es completamente negro. Muchas radios de baja potencia siguen bregando por no arriar las banderas que supieron levantar años atrás y la aparición de las radios "on line" le han dado un nuevo impulso al medio así como también permiten la aparición de nuevas voces . Si bien es cierto que “el camino es árido y desalienta”, no lo es menos que “se hace camino al andar”.

El País de la Radio

Hugo Guerrero Marthineitz y Juan Alberto Badía.
A ellos les debo mi amor por hacer (y escuchar) radio
La multiplicación de frecuencias y programas –en los que las denuncias telefónicas, los saluditos y el pedido de temas musicales se cruzan en alegre ensalada– no siempre se traduce en una comunicación verdaderamente igualitaria, aquella donde los mensajes funcionan tanto de ida como de vuelta. La sola mención de la palabra oyente, por caso, remite a una actitud pasiva, meramente receptora.

En su Teoría de la Radio, Bertolt Brecht anticipó la posibilidad de que la radio se convirtiera en “el más fabuloso aparato de comunicación imaginable en la vida pública”, solo que “ese sistema fantástico de canalización lo sería realmente si supiera en el futuro no solamente transmitir sino también recibir. Por tanto, no sólo oír a quien está escuchando sino también hacerlo hablar, darle lugar y no aislarlo”.

Ese fantástico actor norteamericano llamado Sam Shepard contó alguna vez: “Conocí a un guitarrista que decía que la radio era su ‘amiga’. Se sentía emparentado con la música como con la voz de la radio. Su carácter sintético. Su capacidad para transmitir la ilusión de personas a grandes distancias. Dormía con la radio. Creía en un Lejano País de la Radio. Creía que jamás encontraría ese país, de modo que se conformaba con limitarse a escucharlo. Creía que había sido expulsado del País de la Radio y estaba condenado a rondar eternamente por las ondas, buscando una emisora mágica que le devolviera la herencia perdida”.

Aquel futuro al que aludía Brecht ha llegado aquí con sus carencias y sus haberes. Lejos de récords y manías de grandeza, la radio de ayer y de siempre “ataca” más desde su condición de confiable y fiel compañera de camino que desde los oficios del rating o la vanguardia tecnológica.

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