martes, 19 de agosto de 2014

Woodstock: Aquellas tribus


«Una reunión de las tribus». Ese fue el secreto imán de los festivales que proliferaron hasta 1972. No se acudía a ellos por la música, sino buscando un espíritu comunitario, la embriagadora sensación de ser multitud unida en el rechazo al resto de la sociedad y paladear una vida diferente.

Antes de Woodstock hubo otras reuniones: Monterrey, Newport, Miami, Atlanta, Atlantic City. Pero fue ese festival -celebrado realmente en Bethel, otro pueblo del estado de New York- el que creó el mito y el modelo. Desbordando las previsiones de sus organizadores, aguantando todo tipo de incomodidades, convergieron en Woodstock 400 mil personas durante los días 15, 16 y 17 de agosto de 1969.

Woodstock fue Janis Joplin y Jimmy Hendrix y el soberbio Roger Daltrey de The Who. Woodstock fue Joe Mc Donald y Dirty Sly and the Family Stone fumándose con otras cientos de miles de personas. Woodstock fue Joe Cocker, con el cuerpo doblado como un espantajo pero cantando como Ray Charles. Woodstock también fue Joan Baez, esposa de un antimilitarista que no se cansaba de predicar la no-violencia. Woodstock fue lluvia y barro, soldados disfrazados y policías que dejaban las pistolas y se ponían a preparar salchichas para unos hippies hambrientos.

Todos dicen que Woodstock fue maravilloso, aunque la mayoría tuvo que enterarse de lo que pasó allí gracias a los discos y el documental posteriores. Para entonces, todos los presentes ya sabían que habían hecho historia: los medios de comunicación se desconcertaron ante aquel espectáculo y respetados comentaristas intentaron explicar qué había ocurrido en América para que sus hijos aplaudieran a rabiar a Joni Mitchell cuando la cantante gritó: «Somos polvo de estrellas, somos de oro y tenemos que lograr regresar al jardín.»

En Vietnam se mataban y en París quedaba el rescoldo de las hogueras de mayo que proclamaban «La imaginación al poder», y entonces en el campo de Woodstock se cantaron las dos palabras definitivas: Amor y Paz. De pronto y por tres eternos días destinados a los manuales de historia, ese vasto y embarrado campo germinó con extrañas semillas: piedras de collares cortados, pelo hasta la cintura y dedos en V, restos de grass, huellas de amor hecho al aire libre, ropas del Oriente y minúsculos anteojos negros y azules. «Sí, fueron tres extraordinarios días de lluvia y de música. - Comentó una vez Joan Baez. - No creo que haya sido una revolución. Más bien fue un reflejo de los años sesenta. Con mucho color y mucho barro.»

Los festivales permitieron escapar a la rutina diaria y -aunque sea brevemente- sentirse parte de un movimiento alternativo. Woodstock quedó entronizado como una visión de la nueva sociedad, pero su paradisíaca concepción se hizo añicos sólo un par de años después: el otoño del sueño hippy y la antipatía de las autoridades dieron el portazo a uno de los movimientos contraculturales más importantes de este siglo.

Es difícil que haya otro Woodstock, aunque vale la pena el recuerdo. Porque, con todo su barro y toda su gloria, pertenece a los años sesenta. Aquella época escandalosa, añorada, exaltada, trágica, loca, de barbas y collares, que se fue para no volver.

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