viernes, 22 de junio de 2012

ABRIR LA PUERTA Y SALIR A JUGAR

Carol Kane es una baby-sitter que recibe incesantes llamadas telefónicas de un psicópata que amenaza con asesinar a los niños que ella está cuidando. La joven se apresura a cerrar puertas y ventanas. Llama a la policía. Le dicen que tratarán de localizar desde dónde se hacen las llamadas. Transcurren unos minutos. Suena otra vez el teléfono. Es la policía: “Vaya despacio hasta la puerta y huya. Los llamados vienen de adentro de la casa”. La baby-sitter sabe que ahora está más en peligro que nunca, porque el peligro está adentro. Y además, cerrando tan esmeradamente puertas y ventanas, ella misma lo ha elevado a niveles aterradores. ¿Cómo huir cuando uno mismo ha clausurado las salidas?

La película se llamaba ‘When a Stranger Calls’ (Cuando llama un extraño, 1979) y juro que fue una de las más aterradoras que haya visto nunca. Claro que no fue la única que se metió con este tema. El cine se ha entretenido –con frecuencia, de manera brillante– con esta dialéctica del adentro y el afuera. Sobre todo, el cine de terror. Y un recurso infalible para atornillar al espectador en su butaca ha sido la irrupción del afuera en el adentro: “¡Drácula está en la casa!”, gritaba el doctor Van Helsing en el film que inmortalizó a Bela Lugosi.

Claro que hay otros terrores, menos espectaculares, que no requieren de llamadas a la policía ni de llaves con doble vuelta. El horror puede ser lento, desgastante, repetitivo… casi infinitamente cotidiano. Tanto que para las mujeres del cine, con frecuencia, el horror es un marido. Que bien puede ser un ambicioso buscador de joyas como Charles Boyer en ‘Gaslight’ (La Luz que Agoniza, 1944), ese monstruo de sonrisa dulce que procuraba enloquecer a la no menos dulce Ingrid Bergman. Y que también puede ser el marido de todos los días. El que trabaja. Retorna al hogar, abre la puerta, besa en la mejilla, come y se va a dormir (o hace el amor) pero todo con el mismo entusiasmo con que cada mañana sale a trabajar. Un marido, en fin, que forma parte de eso que la mujer ha comenzado a distinguir con el nombre de rutina.

¿Y qué otra cosa es la rutina sino el horror adentro? Y no sólo es el marido. Es todo: los hijos, la limpieza, la televisión (o la radio), los mil y un rituales cotidianos del ama de casa, ese ser que ha llegado a percibir en la total vastedad de su alma la esencia misma de la monotonía.

¿Cómo huir de este horror? Bueno, cuando no se trata de cerrar puertas y ventanas, cuando el horror está adentro, en lo cotidiano, en el home sweet home, lo primero que hay que hacer es abrir la puerta. Y lo segundo es salir.

El horror adentro de uno mismo: Gatúbela

El cine se ha repetido en el esquema ‘mujer agobiada por la monotonía de su vida que decide emprender el vuelo en busca de emociones fuertes’. Por citar una de las más famosas: es el esquema que sostiene la trama de ‘Thelma & Louise’.

¿Pero por qué no empezamos por la Mujer-Gato? Selina Kyle ni siquiera tiene marido. O sea que no puede quejarse de la rutina matrimonial ni de la indiferencia del hombre que tiene a su lado. Es más: Selina desea tener un marido. Casi con desesperación. Cualquier marido. Uno. Tanto lo desea, que cuando llega cada noche a su casa abre la puerta y grita “¡Querido, ya llegué!”. Después se acerca al teléfono para escuchar los mensajes. Y nada. La nada absoluta.

En el trabajo, a Selina las cosas no le van mucho mejor. Allí es desdeñada por su jefe, un tipo bastante impiadoso que –molesto como se siente por la sola presencia de la dama- la arroja una noche desde lo alto de una ventana. Pero la arroja sin tomarse mucho trabajo, casi como si Selina no fuera más que un trapo viejo.

La caída no provoca la muerte de la muchacha. Casi podemos decir que el golpazo la hace reaccionar. Se levanta, vuelve a su casa, rompe todo (pero todo) lo que encuentra a mano. Y después se pone a confeccionar un traje de látex que le calzará como un guante. Y entonces sí: con el traje puesto, Selina ya no es Selina. Es Gatúbela. Y sale a la noche, a disfrutar de todos los techos de Ciudad Gótica. Su sombra es veloz y sus ojos verdes brillan en la oscuridad tanto como pueden brillar los verdes ojos de… Michelle Pfeiffer.

Gatúbela encuentra en el Mal el ejercicio de su libertad. A veces sólo hace travesuras con su látigo, como descabezar maniquíes o pegarle con él a un policía que ha dudado entre arrestarla o enamorarse. Pero Gatúbela no quiere que la amen: sólo quiere que la dejen desplegar su odio.

Y por supuesto, se enfrenta con Batman. Luchan ferozmente y Batman la golpea en la mandíbula. La Mujer-Gato cae y, desde el suelo, grita:  ¡Hey, cuida tus modales! ¡Soy una mujer!”. Batman (que, por decirlo de algún modo, es medio boludón) se acerca le tiende una mano para levantarla y entonces ella, artera, furiosa, salta sobre él de manera repentina y lo golpea sin piedad.

Sobre el final, herida y con los ojos encendidos por la furia y el dolor, le escupirá al Hombre-Murciélago: “¿Cómo podría vivir en tu castillo? ¡Ni siquiera puedo vivir conmigo!”

Un buen psicólogo podría afirmar que la torturada personalidad de Gatúbela instaló –de manera insalvable para ella– un adentro absoluto: su neurosis. Nadie huye de sí mismo. Cuando lo que impide vivir está adentro de uno, no hay adentro ni afuera. De ahí que Gatúbela le diga a Batman, la más implacable de sus frases: “¡Esta vez, no habrá final feliz!”. Y dicho esto, se inmola.

Vamos a la ruta: Louise & Thelma

Thelma y Louise son más transparentes. La primera es desordenada, distraída, la típica linda-mina-algo-tonta que Geena Davis compuso en muchas de sus películas. La otra es más racional, más ordenada, más cuidadosa. Pero ambas padecen la misma situación, esa que podríamos definir como hartazgo del adentro. Y entonces no queda otra que salir: a la aventura, a lo inseguro, a lo inesperado, a lo verdadero de ellas mismas. Se sacan una foto, suben a un auto y parten. Las peripecias se van sucediendo. Pero hay algo, algo que se nos sugiere como ‘fundamental’, que no sabemos: qué le ha ocurrido a Louise en Texas.

Thelma y Louise parecen encontrar una misma respuesta: no hay afuera para las mujeres; tanto el adentro como el afuera están dominados por los hombres. Sólo resta el suicidio. Y así como Gatúbela decide matarse junto al villano, las dos amigas eligen el suicidio como respuesta final.

¿Qué le ocurrió a Louise en Texas?
La violaron.
El policía que hace Harvey Keitel se lo dice, con una voz llena de comprensión: “Louise, sé qué le ocurrió en Texas”. Y cabe la pregunta: ¿no hubiera bastado con la comprensión de un solo hombre, de uno al menos, para evitar el suicidio de estas heroínas de nuestro tiempo?

“Ninguna mujer puede ser libre en este mundo manejado por los hombres”, es el mensaje del film. Tal vez no sea cierto. Pero corresponde decirlo aunque más no sea para despertar conciencias. Igual, ¿quién podrá olvidar a Louise manejando el viejo Chevrolet, el asalto a mano armada de Thelma, la voladura del camión de gasolina o el castigo al policía?

Sí, el afuera valió la pena. Había que salir. Aún cuando al final del camino –y como decisión de libertad– hubiese que saltar a esa tumba inmensa y bella llamada Grand Canyon.

Libertad que me hiciste mal

Marion vive un adentro insuficiente: no gana con su trabajo lo que necesita ganar. Un día descubre que el destino parece jugarle una buena, cuando su jefe le entrega 40 mil dólares para que deposite en el banco. Por supuesto, Marion huye con el dinero, sale al camino, despista a la policía y toma la peor decisión (y la última) de su vida: pasar la noche en el Bates Motel. Y con la muerte de la joven a manos de Norman Bates, Hitchcock parece anticipar la tesis de Thelma y Louise: en este mundo de hombres la mujer paga con la muerte su búsqueda de la libertad.

Lana Turner en El Cartero llama dos veces, Barbara Stanwick en Pacto de Sangre, Jane Greer en Retorno del pasado, por nombrar sólo algunas, son otros ejemplos. Minas bravas, malas, infieles, que supieron andar manejando automóviles por las azarosas rutas de sus destinos. A ellas prometo volver pronto.

Ahora bien, si para terminar esta nota debo primero extraer una conclusión, podría decir que –aunque poca– mi experiencia con “películas del camino” (lo que se conoce con el genérico nombre de road movies) me indica que cuando las mujeres eligen el afuera, cuando salen en búsqueda de su libertad, suelen pagar un muy alto costo. Con frecuencia, excesivo.

Y pienso que sería deseable que pudieran ser libres sin morir.

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