martes, 17 de julio de 2012

GEORGE ORWELL: Recuerdos del futuro


«La guerra es la paz», postulaba el Gran Hermano y todos así lo creían. El Gran Hermano vigilaba incesantemente, lo sabía todo y dirigía cada pequeño aspecto en la vida de sus gobernados. Los medios de comunicación eran su arma más eficaz para el disciplinamiento. George Orwell fue un visionario y plasmó su aguda visión sobre la política, la manipulación y los medios en su obra maestra «1984», describiendo un régimen autoritario que bien podría haber sido comunista o capitalista. ¿En que medida nos ha alcanzado el futuro trazado por Orwell en 1984? ¿Existen diferencias notables entre aquella sociedad y la actual?

Es cierto que hoy no todo el control se ejerce de manera coercitiva, pero no es menos cierto que existen métodos más sutiles que los descritos en la novela. En ella, el mundo está dividido en tres grandes superpotencias: Oceanía, Eurasia y Asia Oriental. La primera de ellas comprende América, Australia, Gran Bretaña y el sur de África (zonas geográficas que tienen el inglés como lengua oficial). Al iniciarse la novela, Oceanía está en guerra con Eurasia y está aliada con Asia Oriental.

Winston Smith es un funcionario del Departamento de Registro del Ministerio de la Verdad de Oceanía, que irónicamente es el organismo encargado de falsear la realidad y manipular la opinión pública. Es un cuadro inferior del todopoderoso Partido, muy lejos del nivel de vida alcanzado por los miembros del Partido Interior (la auténtica élite de la sociedad, cuya cúspide es el todopoderoso Gran Hermano) y muy por encima de las privaciones de los proles, la clase inferior. Winston Smith es, pues, un representante de la –digamos– clase media de uno de los Estados más represores que ha presentado la literatura.

Pero Winston tiene dudas. Un incidente aislado, ocurrido años antes, le hace sospechar que el Partido manipula la realidad hasta extremos inauditos. El trabajo de Winston consiste precisamente en eso: en alterar la prensa de tal manera que las noticias que incomodan al Partido sean sustituidas por otras que se adecuen a la verdad oficial. Al desaparecer de la prensa y de cualquier otro medio de comunicación, se puede decir que estas noticias nunca han existido. De manera análoga, las personas caídas en desgracia a los ojos del Partido dejan de existir a los ojos del mundo. Más aún: nunca han existido. Son no-personas.

La facultad de cambiar de idea al compás de las consignas del Partido se conoce como doblepensar. Un objeto blanco puede ser negro si el Partido dice que es negro. La capacidad del doblepensar de generar paradojas se manifiesta en la nomenclatura de los órganos gubernamentales: el Ministerio de la Verdad se encarga de manipular la mente de los ciudadanos; el Ministerio de la Abundancia gestiona los cada vez más escasos recursos alimenticios y de materias primas; el Ministerio de la Paz es el que moviliza tropas; y el Ministerio del Amor es el encargado de ejercer la coerción física y mental sobre la población.

El doblepensar es una herramienta intelectual que está plasmada en la neolengua, un lenguaje artificial creado por el Partido y que modelará la mentalidad de los súbditos del Gran Hermano. El lenguaje determina la estructura del pensamiento humano. Al prescindir de determinadas palabras, se prescinde de su concepto. De este modo, el Partido puede controlar y uniformar con mayor facilidad los pensamientos de sus miembros, para así evitar el mayor de los delitos concebibles en la sociedad de Oceanía (y, suponemos, de las otras dos potencias): el crimental, o crimen mental. El delito de pensamiento opuesto al doblepensar y las directivas del Partido. Un hecho, un indicio, un pensamiento a destiempo, un lapsus linguae o incluso una frase murmurada entre sueños bastarán para acabar con esa persona. Y ese «acabar con esa persona” funciona tanto en el sentido individual (será vaporizado) como en el colectivo (al ser una nopersona, nunca habrá existido; nada demostrará que ha existido; nadie lo recordará).

El miedo a cometer crimental es la primera señal de que se está cometiendo un crimental. Y Winston ya ha alcanzado esa fase desde el momento en que comienza a escribir un diario. Lo hace a hurtadillas, sorteando las telepantallas instaladas en su dormitorio que detectan su comportamiento huraño. No existe intimidad. Cualquier acto solitario es antisocial, contrario a los principios del Ingsoc y conlleva la semilla del crimental. Ante semejante panorama, a Winston, como a cualquier otro habitante de este Londres espectral, no le queda más remedio que adoptar las formas externas que determinan el buen comportamiento de un miembro del Partido, consciente de que ya ha comenzado la cuenta atrás para su captura.

El régimen así caracterizado es, evidentemente, una dictadura. Se ejerce un autoritarismo sin límites. No se contempla ninguna institución de participación ciudadana, ni siquiera un parlamento ficticio en el que exista una democracia fingida. No hay que convencer a nadie de las bondades del régimen. Al estar cerrado al exterior, el Estado no tiene que rendir cuentas a institución o potencia extranjera alguna. Al ser la dictadura perfecta, la opinión pública es irrelevante. Es más: la opinión pública no existe.

Verdadero o falso

La única manera de perpetuar un régimen dictatorial como el presentado por Orwell es falseando la realidad, perpetuando la mentira. Para que el sistema funcione, hay que acabar con la disidencia. El crimental es el mayor delito, y para evitarlo hay que terminar con las causas que conducen al mismo. Hay que manipular el pasado, hacerlo inexistente si es necesario. «Quien controla el presente controla el futuro. Quien controla el pasado controla el presente.» Este axioma tiene una interpretación evidente: el futuro será de quienes han manipulado el pasado hasta el punto de modelarlo a su antojo. Mediante la anulación de cualquier tiempo que no sea el mismo presente se podrá evitar la contestación al régimen: la disidencia suele recurrir a factores históricos, a un pasado en el que las cosas no eran como ahora, y ese recurso al pasado conduce a rectificar el presente y mejorar el futuro. Anulando la línea temporal se atajan de raíz estas posibilidades. El único pasado existente es aquel que el Partido dispone, y puede cambiarlo a su antojo, si un objetivo no se cumple. Cualquier discordancia entre el pasado y la propaganda oficial puede inducir a pensar que el presente no es perfecto o no está completamente controlado. Ante la imposibilidad de viajar en el tiempo para modificar esos parámetros descontrolados, la única manera posible de eliminar el problema es borrándolos de la memoria. Si se manipulan y adulteran, los nuevos registros pasarán a ser la única verdad. La antigua verdad nunca habrá existido, luego no será verdad. No será.

Ayer y hoy

Lo más terrible de 1984 es que ha trascendido el ámbito puramente literario y podemos encontrar ecos de la novela en la vida cotidiana. Cabe hablar de la capacidad anticipatoria de la novela, un asunto que ha levantado multitud de controversias y que en torno al año 1984 se convirtió prácticamente en el asunto del día en las columnas de prensa. ¿Qué había en al año 1984 de la novela 1984?, se preguntaban periodistas, columnistas y tertulianos. La conclusión más extendida era que Orwell había fracasado como profeta: la dictadura predicha en sus páginas no había tenido lugar. El mundo parecía respirar tranquilo: el Gran Hermano nunca gobernó. Orwell ya no era fiable.

Sin embargo, huelga decir que Orwell no era un profeta, sino un escritor concienciado. No es pequeña la diferencia: como buen distopista, como buen escritor, como buena persona, Orwell no intentaba adivinar el futuro, sino evitar un futuro posible mediante un alegato que sacudiese conciencias e indujese a la reflexión. El futuro previsto en 1984 resultaba terrible no por el hecho de que Orwell creyese que iba a tener lugar, sino porque temía que, si las cosas seguían así, podría llegar a suceder.

¿A qué temía Orwell? Ya hemos visto que la posibilidad de una dictadura casi mundial, capaz de manipular los medios de comunicación y anular la voluntad y la memoria de los ciudadanos, le parecía la peor de las posibilidades. 1984 es una advertencia demasiado poco sutil, desesperada, muy evidente.

El inicio de la guerra fría da lugar a una lucha de bloques que, con la irrupción de la China comunista, conforma un panorama internacional inquietante: el fantasma de una guerra total acecha. Es una guerra de baja intensidad, manifestada en conflictos puntuales, pero siempre con el fantasma de la conflagración mundial rondando. Puesto que la guerra militar no resulta conveniente, la mejor arma para ganar el conflicto no declarado es otra: la guerra propagandística. Para ganarse a la opinión pública, ambos bandos crean un ambiente de confrontación (un enemigo identificable) y no dudan en tergiversar los medios de comunicación, e incluso la historia, de acuerdo con sus propios fines. Sólo así se tendrá una ciudadanía completamente convencida de la maldad del enemigo (lo cual garantiza la cohesión del grupo) y dispuesta a casi todo por defender su integridad territorial. La disidencia interna se castiga con la cárcel y la tortura (los gulags soviéticos) o con el silenciamiento (la caza de brujas maccarthista en los Estados Unidos). Si el odio al rival no bastase para mantener unida a la nación, existen otros métodos para hacerlo: el recurso a una figura carismática, un líder. Si aun así ello no bastase, el poder dispone de suficientes medios de comunicación y mecanismos ideológicos para anular todo vestigio de discrepancia. Si el equilibrio de poderes variase, si cambiasen las circunstancias o las alianzas, el sistema no puede permitirse el lujo de reconocer su error. Necesita, por tanto, modificar la realidad, hacer creer a la ciudadanía que todo lo que sucede obedece al interés común, que éste siempre ha sido inmutable y que quien se atreva a desenmascarar las contradicciones surgidas a lo largo de este proceso es necesariamente antipatriota y, por tanto, merece ser castigado. El ciudadano tiene que aprender a pensar que el enemigo de hoy, por muy odiado que sea, puede ser el aliado de mañana; que lo que hoy es blanco mañana puede ser negro. Si no se confía en la nación y en el líder, difícilmente se podrá ganar la guerra contra el Otro, fin último de la existencia del Estado. Si en el camino hay que prescindir de la verdad o adecuarla a la situación existente, se hace. Si hay que hacer pequeñas trampas mentales, mentirse a sí mismos, también se hace.

Este esquema resulta independiente de la forma de gobierno. En democracia o bajo una dictadura, el poder sólo busca perpetuarse, y la superestructura ideológica es la mejor aliada de los mecanismos coercitivos. De este modo, Orwell no está aventurando un futuro terrible, sino describiendo un modus operandi propio de un enfrentamiento entre bloques. Orwell, en primer lugar y como objetivo inmediato, critica toda forma de totalitarismo, en particular el comunismo estalinista, pero ya ha ido un paso más allá de la denuncia efectuada en Rebelión en la granja. Su denuncia es mucho más radical. Nos advierte en contra de todos los mecanismos de manipulación de masas. Emplazando su distopía en una Gran Bretaña colonizada por los Estados Unidos da a entender que ninguna región del mundo escapa a la manipulación.

Esta situación persiste en la actualidad. La caída del bloque comunista soviético y el acercamiento de China a los postulados de la economía capitalista de mercado tal vez tracen un panorama geoestratégico distinto. El enemigo ha pasado a ser difuso, toda vez que el posible enfrentamiento entre mundo occidental y mundo árabe no parece ser tal (no olvidemos que los Estados Unidos y sus aliados cuentan con el apoyo de casi todos los gobiernos árabes y arrastran en su contra a casi toda la opinión pública de sus países). La amenaza ha pasado a ser genérica, la lucha contra el terrorismo o el «eje del mal», tan sólo existe una potencia que pueda ser considerada hegemónica. Este cuadro no tiene nada que ver con la situación descrita por Orwell. Sería muy fácil ceder a la tentación de considerar 1984 como una falsa profecía.

Y, sin embargo, las actitudes descritas por Orwell siguen ahí. No es necesario recurrir a la represión pura y dura para mantener cohesionada la sociedad. Una dictadura como las descritas por Orwell no es viable en una sociedad capitalista liberal. ¿Por qué? Pues porque existen mecanismos más sutiles para sojuzgar a la ciudadanía.

El control social ha mutado. Se puede incrementar el recorte de los derechos civiles sin que ello suponga un coste electoral para las fuerzas que lo ponen en marcha: al fin y al cabo, se realizan para garantizar la libertad de los ciudadanos frente a amenazas exteriores (la guerra contra el terrorismo internacional) o internas (la lucha contra el terrorismo local, la delincuencia y la inmigración ilegal). No es necesario recurrir a la dictadura y las torturas no dejan de ser incidentes aislados y relativamente justificados por la Constitución (sólo cuando se produce la supresión de libertades individuales del ciudadano, para los supuestos de estado de excepción y estado de sitio). Mediante los mecanismos democráticos y constitucionales, la ciudadanía cede parte de su soberanía al Estado, con la finalidad de proteger su integridad física.

Es en este punto donde la terminología de Orwell ha arraigado en la opinión pública. 1984 no sólo describe una situación existente, sino que proporciona las herramientas para dar nombre a determinados comportamientos descritos. Cuando decimos “el Gran Hermano te vigila”, evidentemente no nos referimos al dictador benevolente y temible de la novela de Orwell, sino a la maquinaria estatal aplicada al escrutinio sistemático de los comportamientos del individuo. El Gran Hermano no es un partido político o una persona, sino el Estado mismo.

No es el único punto de la realidad cotidiana en que el lenguaje orweliano se ha infiltrado en el habla coloquial. La manipulación informativa a veces hace aflorar las referencias a Orwell y su obra. Cuando el político de turno afirma como dogma de fe indiscutible una opinión que poco antes denigraba, la expresión doblepensar acude a nuestras mentes.

Conclusiones 

La advertencia de Orwell parece haberse convertido en realidad, tal vez de una manera más sutil y, por supuesto, menos lesiva para la sensación de libertad individual. El futuro opresivo descrito por Orwell se ha convertido en un presente en el que impera la sensación generalizada de libertad y comodidad, de utopía realizada, pero en realidad los mecanismos de control son los mismos. En resumen, la definición misma de distopía. Pero, pese a su fama, 1984 no nos presenta, ni de lejos, el peor de los futuros posibles.

Queda un último punto por analizar. 1984 es la historia de la resistencia de un individuo, Winston, a ser absorbido por todo un sistema. En toda distopía que se precie, este intento está abocado al fracaso. Toda forma de lucha del individuo frente al sistema represor es una quijotada que no puede acabar bien. Frente a ello, sólo cabe una opción: integrarse en la multitud, de modo que no puedan anularte como persona. Si no piensas como la masa, al menos camúflate bien entre ella. Las distopías radicales del periodo clásico de este subgénero no nos ofrecen ninguna solución, se limitan a recordarnos que el empeño es inútil.

Ahora bien, cabe preguntarse si en realidad Winston Smith es derrotado. 1984 concluye con la derrota de Winston, con su lavado de cerebro y reinserción momentánea en la vida laboral, presagio de una pronta vaporización. Sin embargo, Orwell ofrece un post-scriptum, el ensayo titulado “Los principios de la neolengua”, en el que teoriza acerca de lo que hemos visto en la novela. Es una lectura fascinante para un filólogo, para el interesado en la sociología y en la política, para el aprendiz de literato... Pero para el lector empeñado en sacarle punta a la novela, arroja las claves que necesitamos para descubrir un hecho que tal vez pasara desapercibido: es posible que el régimen del Gran Hermano haya sido derrotado. Orwell nos ofrece indicios que apuntan en esta dirección.

Para empezar, este apéndice está escrito bajo la forma de un ensayo. La tercera persona del narrador, implicado en la historia que relata, desaparece para dar paso a una tercera persona completamente aséptica, ajena a la novela: tan sólo se nos ofrece un ensayo sobre lingüística que comienza así:

«La neolengua era la lengua oficial de Oceanía y fue creada para solucionar las necesidades ideológicas del Socialismo Inglés. En el año 1984 aún no había nadie que utilizara la neolengua como elemento único de comunicación, ni hablado ni escrito. (...) Se esperaba que la neolengua reemplazara a la vieja lengua (o inglés corriente, diríamos nosotros) hacia el año 2050.»

En apariencia se trata de un texto muy aséptico. Sin embargo, ¿no llama la atención el empleo de tiempos verbales? La toma de partido de Orwell en la novela hace más llamativa esta asepsia. El recurso al tiempo verbal con que se narran los orígenes de la neolengua, sin embargo, resulta muy revelador. Según la lógica de 1984, Winston cae, la resistencia es aplastada una vez más. El Partido triunfa y está más cerca de lograr sus objetivos: mantenerse en el poder, borrar la corriente temporal, controlar el futuro. Orwell debería narrar el desarrollo de la neolengua desde un futuro en el que el Partido ha conseguido sus objetivos, pues el final de la novela es meridianamente claro: el Partido ha triunfado sobre Winston y Julia. Sin embargo, «Los principios de neolengua» matizan este discurso.

Para empezar, Orwell escribe el ensayo en inglés. Quiere decirse con esto que en el futuro desde el que Orwell escribe el ensayo, posterior al año 1984, las referencias a la neolengua están escritas en inglés corriente, no en neolengua. De la neolengua se nos precisa que «era la lengua oficial» de Oceanía y que «estaba» prevista su completa implantación antes del 2050. Aunque parezca una perogrullada, no se nos afirma que la neolengua sea la lengua oficial de Oceanía en el momento, posterior a los sucesos narrados en la novela, en que está escrito el ensayo. Se habla de la neolengua en pasado, así como del calendario fijado para su implantación.

Podemos suponer, por tanto, que la neolengua ya no existe. Lo cual nos permite suponer que el empeño del Gran Hermano y del Partido de implantar una lengua artificial ha fracasado. Lo cual nos lleva a suponer que tal vez con el derrumbe de este empeño faraónico se vino abajo todo el edificio en que se sustentaba el sistema.

Orwell nos está ofreciendo un indicio razonable de que se puede luchar contra el Gran Hermano y, quién sabe, quizá derrotarlo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario