domingo, 30 de noviembre de 2014

Rebecca: “Anoche soñé que volvía a Manderley…”


Hasta que Hitchcock la llamó para protagonizar Rebecca, su primera producción americana, Joan Fontaine sólo había intervenido en algunos papeles secundarios. La interpretación de la frágil muchacha desprotegida la elevó al estrellato pero la encasilló en un papel que repetiría varias veces a lo largo de su carrera. “Desde el principio yo sabía que Joan Fontaine era la más indicada porque percibí que ella misma era poco consciente de sí misma como actriz, pero veía en ella posibilidades para una interpretación controlada y tímida. Los primeros días de rodaje se mostró demasiado tímida pero presentí que llegaríamos donde quería,… y llegamos”, comentó el director inglés tiempo después.

La frágil presencia de la Fontaine fue requerida de nuevo por el maestro para protagonizar junto con Cary Grant Suspicion (Sospecha) una excelente película maltratada por los productores, en la que volvió a demostrar su categoría como actriz hitchcockiana, dando vida a la mujer que cree haberse casado con un asesino que pretende acabar con su vida. El papel de Fontaine es muy similar al que ya había jugado en Rebecca: una mujer atormentada que vive en una situación que la mantiene angustiada, pero que ama a su marido y aguanta de todo por no perderlo.

Tras el éxito en las interpretaciones en estos dos films (que le valieron a la actriz una nominación al Oscar por el primero y la estatuilla por el segundo), estrella y director no volvieron a coincidir en un set de filmación dado que don Alfred comenzaría a elegir en adelante otro tipo de personalidad para sus heroínas, dejando de lado el tipo de rol que Fontaine encarnaba a la perfección: mujeres más bien retraídas, tímidas y soñadoras, pasando a papeles femeninos en los que la mujer es mucho más independiente, atrevida, más abierta a la sexualidad y que vive su vida para ser feliz y ya no se conforma con soñar con la felicidad.

De amores…

La voz en off de Joan Fontaine, melancólica y apasionante, contándonos su vida en Manderley nos mete de lleno en la historia: una chica tímida que conoce a un millonario viudo del que se enamora (Sir Lawrence Olivier). Cuando llegan a su mansión se ve envuelta en una situación que la desborda: los recuerdos de la antigua señora de la casa, Rebecca, son demasiado fuertes para ella y están muy presentes tanto en cada rincón como en la memoria de todos los que la conocieron. La muchacha comienza a sentirse incapaz de luchar contra el peso de un fantasma con la que todo el mundo la acaba comparando de forma inevitable. Su esposo es el primero en no querer hablar de Rebecca, y la información que obtiene por unos y por otros es confusa e inquietante. Su sufrimiento se ve acrecentado por un ama de llaves que no quiere que haya una nueva señora allí. Estos dos personajes femeninos son para mí los más interesantes y son manejados lúcidamente por el maestro: Joan Fontaine, una mujer dominada por los recuerdos, que va acumulando un enorme complejo de inferioridad y Judith Anderson, enamorada de la anterior esposa y celosa de la posesión del grandioso edificio.

Hay un momento de la película que alcanza para sostener esta opinión: la aparición de Manderley ante los ojos asustadizos de Fontaine cuando vuelve junto a su marido del viaje de bodas. Cuando abre la puerta de las habitaciones de Rebecca y entra, observando y apenas tocando las propiedades de aquella mujer y la aparición fantasmal del ama de llaves a través de los transparentes cortinajes de seda… La forma en que Judith Anderson enseña y roza los vestidos que pertenecieron a su ama, su ropa interior ordenada en los cajones, sus cepillos para el pelo y esa manera de ir narrando a la aterrorizada Señora de Winter las maravillas de una mujer a la que amaba intensamente. Una maravillosa secuencia de escenas, encadenadas con maestría por el director inglés.

Hitchcock tuvo, entre otras muchas, la virtud de crear estereotipos tan definidos que se adhieren a sus intérpretes como una piel. Y así como Anthony Perkins será para siempre el Norman Bates psicópata disfrazado de ancianita en Psycho (Psicosis), a Judith Anderson le pasó algo parecido: su Señora Danvers de Rebecca le confirió un tono inquietante en todas las películas en las que apareció posteriormente. Bien dice Luis Gasca que “las amas de llaves cinematográficas, aunque no cronológicamente, sí artísticamente, nacen en Rebecca, con el rostro de Judith Anderson” (1).

…y fantasmas

Rebecca es uno de los pocos films en que un personaje ausente es el motor principal de las situaciones: la señora que le da nombre a la película era una hermosa mujer que causa una tremenda atracción personal tanto entre los hombres como entre las féminas. Rebecca de Winter, aparece adornada con las galas de una mujer fría, absolutamente convencional, creída de sí misma, de su belleza, de su situación de poder y con un toque de perversidad con el que manipula las vidas de los que la rodean incluso después de su muerte. Frente a ella, la joven señora de Winter, interpretada por Joan Fontaine, es una mujer-niña apocada, débil, sin espíritu ni iniciativa, absolutamente fuera de lugar en el gran mundo. Es el personaje puesto en un sitio al que no pertenece y al cual le suceden cosas que no le deberían pasar: “Cenicienta”, la llaman a escondidas, y esto queda demostrado la noche de la fiesta cuando, hecha una princesa como Rebecca, debe salir corriendo del salón y pierde el sombrero al subir las escaleras.

De a poco vamos cayendo en el brutal encanto de un personaje que jamás vemos, al que no oímos, al que no tocamos, pero que esta ahí, en cada secuencia. Rebecca nos envuelve y ese mismo personaje dirige los hilos de los demás con diabólica sensibilidad, hasta los momentos finales del film, cuando una asombrosa confesión lleva a que se nos esfume el morboso interés que sentimos hacia Rebecca de Winter.

Yvonne Yolis sostiene que “si el sentido de lo que vemos depende de lo que no vemos, podemos asegurar que el Fuera de Campo es uno de los elementos más importantes que diferencian al cine de las demás artes (…) Hitchcock lo incorpora sabiamente en sus películas, pero no con el sólo propósito de crear tensión o suspenso (…) sino que lo relaciona directamente con la identidad de sus personajes. Se establece una especie de triángulo imaginario que conforman los dos protagonistas y un tercero, representado por el fuera de campo, que es quien promueve o permite esa ‘sustitución de la personalidad’ en uno de ellos” (2). En el film que nos ocupa, el triángulo se establece entre Rebecca muerta, su viudo y su nueva esposa Y un detalle importante: de esta nueva ama de Manderley no sabremos su nombre en toda la película ya que se mantiene la ambigüedad de “Sra. De Winter” o “la esposa de…”.

Con esta novela romántica de Daphne de Maurier, ambientada en la Inglaterra de los años ‘30, Hitchcock nos atrapa desde el primer momento: la situación, los personajes e incluso el estilo romántico que rodea la atmósfera asfixiante, todo pertenece a ese retrato británico noble y misterioso, elegante y oscuro al mismo tiempo…

Y si bien es cierto que hay cierta coincidencia entre los biógrafos de ‘Hitch’ al asegurar que este maltrataba a sus personajes femeninos, creo que en Rebecca el director le hace justicia a la abnegada Fontaine de manera muy sutil pero brillante. En varias escenas, cuando la nueva Señora de Winter está siendo superada por los acontecimientos, Hitchcock realiza un movimiento de cámara que empieza siempre desde un primer plano de ella y poco a poco va alejando la lente de ella para dar esa sensación de que se empequeñece ante las circunstancias. Pues bien, al final de la película hay otro momento muy similar en el que Olivier le dice que no hay esperanza para ellos, y una vez más Hitchcock aleja la cámara de ella poco a poco, pero a diferencia de los otros planos, ahora Joan Fontaine, cuando la cámara ya está lejos, avanza acercándose a ella para dar una muestra contundente de su determinación: no está todo acabado, luchará para que no sea así.

Notas:
(1) “Diablesas y Diosas”, Ed. Laertes, Barcelona, 1990
(2) “Rebecca, una tensión invisible”. Revista Film, Mayo 1994.

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